martes, 10 de junio de 2008

¡Galápagos para el aljibe!









En septiembre del aquel año triunfal me bajé a vivir a los dentros del gran aljibe.

Días antes había escuchado un pregón mercantil, aguas arriba del paseo de Los Tristes, cerquita ya de la alameda que esconde la fuente del Avellano:

‑ ¡Galápagos para el aljibeeeee!

Los quelonios en venta viajaban en capas estratificadas dentro de un cuévano de mimbre. El pequeño vendedor había inventado una especie de vol-au-vent o milhojas. Una capa de galapaguitos y otra de juncos. Otra de tortuguillas de agua y una más de llantén. Tritones y alfábegas. Así hasta el fondo de la cesta. El pregonero humedecía el hojaldre sumergiendo de cuando en cuando el canasto en la fuente del Avellano.

Me gustó mucho asistir a un rito bautismal diferente, practicado por mormones, adventistas del séptimo día, pentecostales y otras hierbas cristianas. Esto lo supe más tarde.

Era fama que el agua de aquella fuente sanaba, de pura y fresca, cuarto y mitad de los males de cuerpo y espíritu. Especialmente recomendada para la melancolía y el mal de la conformidad. Esto otro lo sabía desde siempre.

En vista de la inutilidad de mi familia para desentrañar el pregón, decreté que era menester descender al fondo del aljibe en visita de inspección galapaguil.

El pozo, el rebosadero, la entrada de las aguas de escorrentía y la boca de la acequia para las de riego eran los cuatro accesos al aljibe. Hice planos, calculé alturas, sopesé riesgos y cavilosamente elegí la compuerta de la acequia. Bien sabe Dios que busqué la entrada de las aguas pluviales, pero no di con ella. Al aliviadero no llegaba, incluso sumándome a la escala de palos que usaba para coger higos maduros de las empinadas copas de las higueras más altas. Altas eran de tanto mirar al Mulhacén.
No todos los aljibes pueden rellenarse con agua de riego. Mas, siendo los veranos sureños tan parcos en lluvias, es sistema recomendable aunque empeore muy mucho la calidad del agua y conlleve la necesidad de hervir ésta para beber. En la gran casa la grifería era inglesa, por nombre Twiford, pero el agua era indígena. Así pesqué el tifus o lo que fueran aquellas fiebres delirantes que me revelaron otros mundos, alejados del sistema métrico decimal y de la lógica aristotélico‑tomista. Doy gracias por ello.

La del alba sería cuando descalzo y en meyba repté por la acequia y me tiré a lo oscuro. Me profundí en lo hondo. Chichones apenas sí me hice, que lo peor fueron las raspaduras y excoriaciones de rodillas y codos. Había calculado mal y el gran recinto subterráneo, de paredes revestidas de ladrillos ensamblados con argamasa y revocados con arena y tierra, tenía poco agua y mucha hondura.




Palpé mi cuerpo con la destreza que presta la intimidad de la infancia con machucaduras, magulladuras y otros herimientos. Nada grave me ocurría. Sentado de culo y con las patas cruzadas estilo yogui el agua me llegaba a las tetillas. Fría como un nevero de la Sierra Nevada.

Una vez que pude ver en la oscuridad como sólo gatos y niños sin dioptrías pueden hacerlo, ¡tate! allí estaban, en aquel acuario para ciegos, las cabecicas de los galápagos, por cima del ras del agua de esa catacumba. Dos ojos, un pico‑boca y el lomo córneo del caparazón correspondían a un reptil. No me preocupó contar si había muchos o pocos. Eran suficientes y bellos. Nadaban lo justito, sin agobios por el esfuerzo. Viven, dicen, muchos años. Por algo será.















Quieto como un marmolillo, los bichos me miraban tal que yo a ellos. ¡Qué bonicos eran! Pasó tiempo, de esa clase de tiempo que no se mide con reloj, que no teníamos allí abajo.

Me entró el hambre y me acordé del desayuno que, de puros nervios, no había tomado. Pasaron almuerzos y cenas sin mí. ¡Lástima de la libra de chocolate Matías López que perdí cuando bajé al centro de la tierra! En el bolsillico abotonado del traje de baño encontré dos esquejes de palo dulce a medio chupar. Ni una hebra quedó fuera de mi aparato digestivo.

El hambre se me fue con el frío. Azules los labios, azules las uñas. Sueños azules también: me cristianaban tanto por sumergimiento como por efusión e, incluso, por aspersión, y la agüita de la fuente del Avellano me convertía en un luterano panteísta con cabeza de evangelista. Si dejaba de soñar en azul y volvía el hambre roja y el verde frío, movía los brazos de alante hacia atrás tres mil veces y me venía la paz.
Había determinado pasar tres días, con sus noches, en el húmedo seno de nuestro viejo aljibe. Al final de la prueba los galápagos y yo no teníamos secretos, salvo los compartidos. Aprendí que comen las larvas de los gusanos de agua y de los zancudos y jejenes. Que duermen más de un cuarenta por ciento de cada ciclo de cuarenta y ocho horas, apoyando el claro envés de su caparazón en el poyete que rodea el rectángulo de la doméstica agua. Hacer el amor no les vi, pero deduje que se acoplan como todo el mundo, moscas incluidas. Doy fe de que su cortejo nupcial es difícil de presenciar.

Lo que aprendieran los quelonios chiqueticos de aquel muchacho iluminado y obstinado, enjuto y ojeroso, triste y ascético, de ojos brillantes como los de un derviche, sólo ellos lo saben, que algunos viven todavía. Así lo creo porque hace poco reincidí contumazmente en el experimento de antaño. Reconocí a los de mi generación. También ellos a mí, como denotaba el brillo de sus ojos.

Imité su quietud. Si dejas que tu sangre baje a 35º, ya no tienes por qué moverte ni pensar ni desear. Las ondas del agua reverberaban en la bóveda negra que sirve de cielo a las tortuguitas de pozas y aljibes. A la noche segunda la luna en lleno de septiembre estalló en la caverna de agua. Entraba por el brocal del pozo y se rompía en mil luminiscencias espectroscópicas. Me sentí aupado hasta las estrellas a pesar de estar tieso como un ajo.
Los beneméritos Quintero, León y Quiroga calcaron mis lunáticos sentimientos de aquella noche en su copla, que es gloria bendita y de gran nombradía, intitulada “Ay pena, penita, pena”:



“Si en el firmamento poder yo tuviera,
esta noche negra lo mismo que un pozo,
con un cuchillito de luna lunera...”

No vi peleas ni injurias. Nadie se querellaba con-tra sus semejantes. Las larvas eran engullidas, pero siempre dejaban algunas para ser fruto adulto. Aunque éste fuera un cabrón de zancudo que alargaba la vigilia de la larga noche de un niño ya de por sí en vela. De zagal sabía que nunca un mayor ayuda a conocer lo que importa. Enseñan lo accesorio. Obligan a practicar lo secundario. De lo principal se encargan las añas, el amigo que fuma y cambia revistas de señoritas en cueros y, más tarde, las mujeres del arte horizontal.

Los de la casa grande me buscaban a gritos. Con los ojos cerrados, no oía las voces, sólo sus ecos, que nada significan cuando estás aprendiendo a sobrellevar la fútil incongruencia de la vida y costumbres de los hombres hechos.

A la tercera noche salí trepando por la soga del pozo que amarra el cubo y se enrosca en la garrucha. Me senté a cenar, envuelto en un colosal albornoz del abuelo, en la enorme mesa de la sala de comer de la gran casa.




Con cara de vinagre, padre me dijo:

‑ ¿Probarás también a vivir en el estanque de cocer el lino?
Callé. El ambiente no estaba para ser sincero. El agua del estanque del lino olía a huevos podridos. Además, trazados estaban ya los objetivos, la estrategia y los planes tácticos del verano siguiente. Se trataba de conocer los aljibes de las caserías vecinas, pero sin tocar tierra.

Estaba convencido de que ello era posible utilizando la red de acequias planificada por los árabes. Tampoco descartaba la existencia de túneles secretos que uniesen entre sí los viejos aljibes del tiempo de los moros.

Abonaba mi tesis la circunstancia de haber comprobado, en mi reciente encierro de terapia acuática, la existencia de una boca de túnel del que sólo me atreví a recorrer unos metros, pues su inclinación descendente hacía que enseguidita quedara por completo sumergido. Para avanzar hubiera necesitado gafas de bucear, una bombona de hombre rana y una linterna sumergible. Los tres utensilios no eran fáciles de obtener en la postguerra, pero yo confiaba en que, con buenas notas y la ayuda financiera de un tío mío que había explorado en su juventud las fuentes del Orinoco, la empresa fuera factible.

El capataz cumplió con el rito de las noches de verano pasando a dar las buenas noches a las once en punto. Preguntó:

‑ Ama ¿será inanormal el señorito?

Me gustó su diagnóstico, que por prudencia formulaba en interrogación. Prefiero ir sólo como el espárrago antes que nadar en cardumen.



Mi madre contestó:
‑ Frasquito, ¡válgame Dios! Sus gallinas han estropeado esta siesta mi macizo de dalias en flor. ¿Quiere Ud. una taza de café?
Mi padre pidió la caja de tabaco de picadura y ofreció a Frasquito. Era bueno, de contrabando gibraltareño. Mientras los mayores liaban sus cigarros con parsimonia y papel Bambú, mis hermanas me comprometían con señas y dengues. Querían saber si, y cuántas veces, había hecho aguas mayores y menores en el aljibe, durante mi encierro experimental.

Pedí permiso para retirarme a mi habitación, que obtuve tras recibir la bendición materna con la señal de la cruz en la frente:

‑ Que la Virgen y los santos te acompañen, hijo.

Dormí hondo y de seguido. Soñé con ellos. Son buenos y se comen las larvas y los gusanos del agua. No molestan, no gritan y no abusan de los más débiles. El gitanillo se alejaba por la plaza de Bibarrambla cantando:


‑ ¡Galápagos para el aljibeeeee!

Al abrirse el día escondí en el horno del secadero de tabaco el maxilar y la tibia que, humanos fósiles, había subido del fondo del aljibe. Siempre se ha dicho que cada familia guarda un cadáver en su aljibe. Los restos del nuestro, míos son porque están aquí, en mi escritorio. Me advierten de dónde vengo, a dónde voy y cómo se las gasta mi gente.




Mi mesa de escribir, mi cuarto, los huesos con mi propio ADN, son los únicos juguetes que tengo. Con ellos me encierro, a solas, para escribir variaciones sobre el mismo tema.

9 comentarios:

  1. ¡CÓNCHALES CON EL RELATO! ME HE METIDO EN LA HISTORIA Y TODAVÍA ME OBSESIONA.¡QUÉ CAPACIDAD PARA CREAR UNA ATMÓSFERA ALUCINANTE,PERO SIN TRUCOS FÁCILES!

    ResponderEliminar
  2. LAS PERSONAS QUE HAN OLVIDADO SU INFANCIA,DESCONOCEN SU IDENTIDAD CUANDO SON ADULTOS

    ResponderEliminar
  3. HE LEÍDO CASI TODO EL BLOG. ME PARECE QUE ESTE CUENTECITO ES EL MÁS MEJOR...ES PROFUNDO COMO ESE ALJIBE.Y REQUIERE DOBLE LECTURA...

    ResponderEliminar
  4. Este relato le ha salido bordado al tal Torres Rojas.

    ResponderEliminar
  5. Sumergida en este cuento me pregunto si el autor habrá sabido proteger a ese niño sensible e imaginativo...

    ResponderEliminar
  6. Sonreí y me atrapó la nostalgia desde la primera sílaba. Una simbiosis naturaleza-humanidad tan profunda como el aljibe..

    Maite San Miguel

    ResponderEliminar
  7. "Gacias Manuel por tu regalo....una vez más, un gusto leerte...ha sido una grata aventura estar dentro del aljibe con el zagal sin miedo a nada...si llego a entrar sola no sé yo si hubiese sido igual....excelente!...yo de pequeña cogia grillos del cesped y los metia en una cajita y también buscaba lombrices en la tierra húmeda, jamás llegué al nivel de mi hermano...cortar la cola a las salamanquesas...." ASÍ HA ESCRITO MARÍA. ¡BENDITA SEA!

    ResponderEliminar
  8. Hola amigo mio, excelente relato Manuel ,que buenos recuerdos de tu infancia y que amor sentias por descubrir los secretos de la vida y que bien lo expresas en tu mente de hombre escribiendo con el alma del niño que llevas dentro de tus recuerdos de niñez.

    En tus textos vive el niño eterno que hay dentro de tu corazón, son un regalo para todos tus lectores amigos que pasamos a leer tus post.

    Un abrazo de MA para ti y a seguir escribiendo nuevos textos del ayer y del hoy.

    ResponderEliminar
  9. Je m'appelle Lucy, suis neauveau. Content de trouver cette forum. Merci tout le monde

    ResponderEliminar

Pienso que l@s comentarist@s preferirán que corresponda a su gentileza dejando yo, a mi vez, huella escrita en sus blogs, antes bien que contestar en mi propio cuaderno. ¡A mandar!