jueves, 29 de diciembre de 2011

Mi madre por año nuevo



( mi madre )

Corrían los años en que se inventó la sopa de ajo y yo era un zagalillo que miraba como un mochuelo.


Hacía mucho frío y en el campo cantábamos a las niñas:


“Aunque me des veinte duros
no voy contigo al pinar
porque tienes sabañones
y me los puedes pegar"


Las nenicas, más dotadas para la lírica y para volverle loco a uno, respondían:


“…que quiero a un labradorcico
que coja sus mulas y se vaya a arar
y a la media noche
me venga a rondar”.


Me pasé, como siempre, al bando de las chicas y terminé la coplilla como pude:


“… con la pandereta, con el almirez y con la zambomba que rezumbe bien”.


El frío no sabía que a la vuelta de la esquina aguardaba el calentamiento global. Yo tenía la piel que va desde donde terminaban las perneras cortas del pantalón corto más resquemada que hábito de fraile y más encarnada que el batallón de El Campesino.
El día viernes anterior a Nochebuena, entré en el saloncito de mi madre con las notas cuajaítas de matrículas de honor. Mi madre quien, para variar, estaba rezando a ver si mi padre volvía de su despacho sin tirarse de las barbas, me miró con su carita de Dolorosa, me dio un beso de los de antes de la guerra y empezó a ponerme polvos de talco Cálber en mi malsufrida piel, directamente heredada de ella.


Pregunté a mamá:


- ¿Hasta cuando debo llevar pantalón corto?
La madre amantísima y clementísima me dijo:


- La costumbre es llevarlos hasta la pubertad, en que te pondremos de bombachos.


Las ocasiones hay que cazarlas al vuelo, como a las perdices, y las zalamerías se usan a mayor abundamiento:


- Si es costumbre será que no es ley. Dile a padre que tengo la cara interna de los muslos como San Lorenzo después de pasar por la parrilla y que lo de la pubertad, que es circunstancia de geometría variable, puede esperar, pero yo no.


Mi madre correspondió a mis floreos con un beso que todavía llevo clavaíto en el cogollo del alma.
Sin esperar a la fiesta de los Reyes Mágicos, ella me llevó al sastre señor Espada en la calle Caballero de Gracia. En una nonada de días iba yo con los bombachos más contento que Chopillo.
Tiempo después me contaron que mi madre abordó ante mi padre la cuestión de mis entrepiernas, con un adorno andaluz:


“¿Qué tiene er niño, Migué?
Anda como trastornao…
Le encuentro cara de pena
y el colorsillo quebrao”.
                              Y colorín, colorado, este cuento se ha acabado.

lunes, 19 de diciembre de 2011

Los dos


(autorretrato, ayer)



Los dos, que fuimos idea de 

uno, 

en nada hemos quedado, 

el uno del otro. 

Seguimos siendo solos en 

nada, 

sin ti y sin mí, 

uno sin otro. 

¡Huéspedes importunos de cuerpos y almas, 

distintos de ti y de mí! 

¡Siempre la misma historia! 

¡Es el amor, me dicen! 

Luego, el alejamiento de la presencia 

suya. 

Después, el olvido, confesión de la derrota, 

sin aceleración, 

sin descanso. 

-¿Nada?- 

Muerde  carne  alma  cuerpo.

domingo, 11 de diciembre de 2011

Diálogo post-platónico (tercer capítulo)


(foto Ryan McGinley)


Pasó el tiempo, me fui unos días a la verde y atlántica isla de Tenerife y otros cuantos a la osada ciudad de Nueva York.

La mujer delgada, larguirucha y de tez color de nardo de olor cambiaba conmigo mensajes telefónicos, unas veces de amor y otras de guerra.

Con la luna nueva de noviembre la niña blanca que echa chiribitas de oro por su alba piel me escribe en el teléfono:

-“Manuel, ordenado, meticuloso, serio, perfeccionista. Y yo despistada, desordenada y alocada. Yo no sé para ti, pero para mí eres el hombre ideal. Tuya, mío”

Rodaron unos cuantos días más, que se fueron en el entrecruce de nuestras misivas, encendidas a veces, otras languidecientes. Así, ella me decía esto:

-“Pronto me olvidaste guajiro. Ya me lo temía. Penita me da pero así es la vida”

O esto otro:

-“¿Y tu agenda femenina, cómo va?”

Mis correos contenían lo mismo fórmulas elusivas que protestas de amor romántico. O pullas de antes, cuando la infancia:

-“Si yo soy un manjuarí, tú eres una ornitorrinco flacucha y desgarbada”

Hace unos días la mujer veleidosa cual veleta me escribe lo que tiene pinta de la sentencia que pone fin a nuestra particular guerra de los sexos:

-“No soy para ti, mi querido Manuel, y no tengo intención de cambiar. Con los años uno va a peor y eso lo sabes tú bien. Dicen que los polos iguales se repelen. Evitemos las malas ocasiones. Así, si coincidimos alguna vez podremos echarnos unas risas, que son muy sanas. Eres encantador y contigo es imposible aburrirse, pero…”



jueves, 8 de diciembre de 2011

Tiempo de leer, tiempo de escribir


(el autor en Copenhague)


En nuestras vidas hay un tiempo para leer y otro para escribir. Y siempre es tiempo de vivir la vida, hasta la muerte.

Tiempo de amar, tiempo de jugar, tiempo de viajar. Tiempos de placer, tiempo de seducir.

Y, siempre, tiempo de escribir para contar nuestras vidas, nuestros juegos de amor y de muerte. Y nuestros sueños sobre otras vidas distintas de las por nosotros vividas.


Hoy es tiempo de escribir estas líneas, que son para Haydée Norma Podestá (http://realidadyproyecciones.blogspot.com/)y para todos cuantos vagan por mis cuadernos ciberespaciales y bloggerinos.

“Siempre fui niño de mal dormir. Leía por la noche hasta las tantas. Primero a Salgari, Richmal Crompton, Walter Scott, Agatha Christie, la colección Araluce de cabo a rabo, Jack London, H.G. Wells, Verne y Stevenson... Enseguida, todo lo que había en la biblioteca de la casa de Madrid: desde Armando Palacio Valdés a Blasco Ibáñez, pasando por Pérez Galdós, Pedro Antonio de Alarcón o Pereda. Me daba igual Currito de la Cruz, que Cañas y Barro, Trafalgar o la Casa de la Troya. También me apasionaron las “Mil y Una Noches”, versión de Blasco Ibáñez. El reloj de campanadas del gran salón de la planta baja de la casona me anunciaba muchas madrugadas. Y yo leía y leía... a François Mauriac, Sommerset Maughan, Harry Stephen Keller, Stefan Zweig, Pearl S. Buck, Axel Munthe, Graham Greene, Edgar A. Poe, Dostoyewski o Tolstoi.”

Lo anterior quedó escrito por mí en el relato “Granada: casería de los Cipreses”:



http://cuentosencarneviva.blogspot.com/2008/06/granada-casera-de-los-cipreses.html)

“”Con ella leí “El Cuarteto de Alejandría” de Durrell. A Henry Miller también: los dos trópicos, Nexus, Plexus y lo demás. Leímos la Rayuela de Cortá­zar, el Bomarzo de Mújica Lainez, y el Jardín de los Finzi Contini de Giorgio Bassani. ¡Bendita editorial Losada. Buenos Aires. Argentina!

También leímos juntos, y en voz alta, a Gore Vidal, a Kerouac, a Rimbaud, a Mallarmé, a Verlaine. Y ¡cómo no! el inevitable “Bonjour tristesse” de la Sagan y la “Nada” de Laforet. Escritores malditos, todos, ellos y ellas””.

Los párrafos anteriores escritos fueron por mí en “La primavera de Clara”:

http://cuentosencarneviva.blogspot.com/2008/01/la-primavera-de-clara_15.html


“Sin remedio, que no lo tengo.
Me pregunta una lectora:

- ¿Por qué no escribes de una vez por todas un libro gordo?

Como tampoco tengo propósito de la enmienda, voy a explicarme ahora.

Mi escritura, aunque esté mal el comparar, está en la órbita de la cortedad en el decir –Gracián- y obedece a la estética de lo menos.

Estas obritas mías evitan ocupar muchas horas de mis lectores, que a buen seguro las necesitan para otros menesteres.

Además, cierto pudor me impide publicar nada que sea más extenso de lo que yo acostumbro a leer. Soy présbita y mi ánimo también está cansado. Y cada edad tiene su literatura.

A mis años gusta más y cuesta menos leer poesía que prosa. Las novelas que merecen la pena, leídas fueron por mí cuando podía hacerlo a la luz de una vela.

Así lo veo yo: si te gusta escribir, hazlo breve y lee poco mientras rellenas cuartillas. Si prefieres la ficción, toma algo de tu memoria, aunque no tenga trama ni desenlace. La memoria conserva lo que debe ser archivado y sabe más de ti que tú mismo. Tu caletre no podrá inventar nada mejor que lo realmente vivido.

Otra cosa: lo complicado es conciliar las ganas de vivir con los deseos de escribir.

Por último, si lo que cuenta es el tamaño, junten mis lectoras una docena de estos relatos, de los que troceo en capítulos por entregas, y tendrán un instrumento de buen porte.”

lunes, 5 de diciembre de 2011

Lo que no debemos leer



"Saber qué no leer:
la forma superior de lectura"
(Carlos Castilla del Pino)


Las malas traducciones, esas que rechinan en los oídos con palabras y palabras traducidas literalmente, sin armonía ni música, y que indefectiblemente desembocan en frases sin sentido. A ser posible, debemos leer en nuestra lengua materna, máxime si se trata de poesía o de prosa lírica.
Los best seller, los títulos contenidos en las listas de libros más vendidos y cualesquiera otros que se encuentren apilados en las mesas de los grandes almacenes.
Los manuales de autoayuda y otras hierbas librescas de psicología casera y/o peluqueril.
Libros de pseudofilosofía, de pseudociencia, o de divulgación en general: Paulo Coelho, astrólogos, rosacruces, ocultistas, de curaciones milagrosas o de templarios.
Los que te vuelven más intolerante de lo que ya es uno de por sí: si eres comunista, no leas el Capital, si eres neoliberal no leas a Fukuyama.
Los tochos de ciencia ficción son especialmente sospechosos de fraude mercantilista y marketiniano.
Novela histórica, particularmente las perpetradas por periodistas sin fundamento. Si te interesa la Historia, lee a los historiadores de verdad, como Theodor Mommsen, H.D.F.Kitto, Huizinga o H. Arendt cuyas obras, además, están muy bien traducidas.




domingo, 27 de noviembre de 2011

Esta patria mía



(foto tomada en la mañana de hoy en El Rastro de Madrid)

Cantares

Vino, sentimiento, guitarra y poesía
hacen los cantares de la patria mía.
Quien dice cantares dice Andalucía.
A la sombra fresca de la vieja parra,
un mozo moreno rasguea la guitarra...
Cantares...
Algo que acaricia y algo que desgarra.
La prima que canta y el bordón que llora...
Y el tiempo callado se va hora tras hora.
Cantares...
Son dejos fatales de la raza mora.
No importa la vida, que ya está perdida,
y, después de todo, ¿qué es eso, la vida?...
Cantares...
Cantando la pena, la pena se olvida.
Madre, pena, suerte, pena, madre, muerte,
ojos negros, negros, y negra la suerte...
Cantares...
En ellos el alma del alma se vierte.
Cantares. Cantares de la patria mía,
quien dice cantares dice Andalucía.
Cantares...
No tiene más notas la guitarra mía.

Versos de Manuel Machado Ruiz (1874-1947)

domingo, 20 de noviembre de 2011

Amar, escribir, vivir...


(Christine y yo en aquel tiempo; fotogramas de una película que rodamos en super 8)



Hace tiempo me entró la manía de dedicarme, en régimen intensivo y con dedicación exclusiva, a escribir profesionalmente.

De tan extravagante designio me apartaba una chica de Burdeos que se llamaba Christine. Ella quería amar y yo quería escribir ¡Qué difícil me resultaba compatibilizar las ganas de vivir con las ganas de escribir!

Yo me encerraba en mi leonera de presunto escritor. Ella venía a mí, se desnudaba y me decía desanudando su voz:

-¡Déjate de tonterías y vamos al dormitorio, que te voy a echar un polvo glorioso!

No tengo para olvidar sus ojos verdigrises, sus pechos de tersa blancura, sus rodillas huesudas, sus largos pies descalzos y su culo alto y prieto.

Meses después terminó no sé qué tesina universitaria sobre Lope de Rueda y se volvió a su país diciéndome que me quería mucho pero que no soportaba dormir siempre del lado de la pared. Y yo, imbécil de mí, respiré aliviado. Deberían de existir leyes contra la circunstancia de tener veinte años ¡Qué disparate!

Celebramos su despedida cenando en el Vendôme un entrecôte sangrante con una ensaladita niçoise y una hermosa botella de un borgoña de buen beber.

Años después Christine se casó con un ingeniero de la Renâult y yo acepté un empleo alimenticio. Pronto comprendí que todo lo que yo necesitaba lo tenía que buscar por mí mismo.

Hasta que apareció Sheila.




domingo, 13 de noviembre de 2011

Diálogo post-platónico (segundo capítulo)



Ella no demoró su respuesta a mi sutil planteamiento sobre la celebración del reencuentro con un buen revolcón:
-Esta noche, querido, no puedo acompañarte…caigo rendida, también sola. Somos dos, solos y tontos.

Un caballero como el que suscribe contestaría como lo hice yo:
-Descansa como si la vida te fuera en ello ¡Qué inútil ser dos!

Ella mensajeó su réplica:
-Cierto, hay que ser más simples, ser uno en lugar de dos.

Rematé la faena con un adorno por alto:
-¡Qué cansancio ser dos inútilmente! ¡Que tengas un buen día!

A la tarde siguiente, sin noticias de ella, decidí ensayar con una pregunta formulada en lenguaje propio de la diplomacia vaticana:
-¿Cómo ves la cuestión de un polvo de gala para santificar la reanudación de nuestras relaciones personales?

En cosa de segundos, ella escribió lo que sigue:
- Pues claro, eso no lo dudes…

Su respuesta me dejó jodido. Cuando una mujer asevera rotundamente asunto tan inconcreto, mal se presentan las cosas. Mi cerebro, que es más elemental que el mecanismo de un chupete, hubiera preferido algo así como: “Mañana por la tarde, a eso de las siete, me esperas en tu casa con un magnum de Dom Perignon Vintage 2000 Extra Brut, bien enterrado en un balde repleto de hielo picadito.”

viernes, 11 de noviembre de 2011

Diálogo post-platónico



Con la noche a medio hacer, escribo a ella:

-Mi cuerpo se pasea por la habitación llena de libros, versos y nada de ti.

Ella me responde:

-Así lo quisiste tú.

Replico:

-Eso quise de ti: ¡que fueras cuanto no has sido!

Al clarecer el día, recibo este mensaje de ella:

-¡Siempre quedan asuntos pendientes!

Envié esta pregunta por respuesta:

-¿El polvo del reencuentro tal vez?


(continuará...)

lunes, 7 de noviembre de 2011

Madrid en gris (capítulo undécimo)





Cierro los ojos y recorro la calle de Castelló abajo a partir de la puerta del colegio del Pilar. Cruzo Ayala por misma acera en que estuvieron los billares “Castelló”, que ya no existen. En el nº 46 vivían Juan Puebla y familia. En la acera de enfrente, en el 45 de Castelló, aún sigue viva la estación de servicio “Versalles: lavado, engrase y garaje”. Sigo andando y me encuentro vivo y coleando, en el nº43, un palacete dedicado a estudio de ba­llet. Sorprende que sobreviva. Levanto la cabeza y veo al final de la calle Castelló, mirando hacia Alcalá y hacia el parque del Retiro, la torre de las Escuelas Aguirre, buen ejemplar del lla­mado neo-mudéjar madrileño. Caminando hacia Hermosilla doblo la calle en mi imaginación y veo que el “Anón Cubano” frutería en el número 50 de Hermosilla sigue abierto al igual que su contiguo café Yela Bar, cuya inauguración presencié de muy niño.

Más cerca de Velázquez, en Hermosilla nº 46, vivió unos años tío Vicente. Allí no murió pues los Torres Gutiérrez se trasladaron a un edificio nuevo para funcionarios de Hacienda cons­truido por los alrededores del Eurobuilding‑1. Al seguir por Her­mosilla hacia Velázquez me topo, en la esquina de Núñez de Bal­boa, con la iglesia de la “Embajada Británica of Saint Georges”. Una vez mi hermano el clérigo me hizo una confidencia, ambos ya en cuarentones. Me contó que, de pequeño, siendo alumno del colegio de El Pilar, habían tirado alguna piedra contra esa capilla protestante, justamente por serlo. No le afeo nada, porque yo también he tirado pie­dras por motivos absurdos o incluso sin motivo, que queda más ácrata y da más gusto. A la residencia del embajador de Italia le tengo roto más de un cristal.

Subo por Núñez de Balboa y compruebo que el número 50 es un bonito edificio que vi construir en mi ruta hacia el cole. Una placa de granito atestigua que lo hizo “Francisco Moreno López. Arquitecto”. Recuerdo que durante mu­chísimos años fue portero titular de esa finca un hombre manco y con bigote, siempre vestido de librea. La casa sigue en pie y bien conservada pero no el portero. También vi levantar más arriba en la propia calle, en la esquina con Ayala y en la acera de enfrente, una casa que hace chaflán en redondo en cuya fachada se utilizó por primera vez el gresite, material que estuvo muy en boga y que a mí me gustó y me sigue gustando, aunque no sé si es bueno y resistente para las fachadas. Tiene su portal una especie de friso en piedra que representa a un león veneciano con la inscripción “Assicurazioni Generali” y el año de fundación de esta compañía en números romanos. Si subo por esa misma acera de Núñez de Balboa y cruzo Ayala, en esa esquina, que es el número 48, veo el edificio en que habité un año a mi regreso de Venezuela. Mi her­mana mayor residía más arriba, en otro número par de la propia Núñez de Balboa. Viví con ella varios años en ese agrada­ble edificio diseñado por el arquitecto Gutiérrez Soto, más conocido como “Pichichi”. Mi hijo, que rompió a hablar con meses de edad, llamaba a esta calle “Núñez de Barbados”. Sabía que existían tales islas caribeñas porque yo las había visitado y así se lo contaba.

Regreso a la calle Ayala para comprobar mentalmente que en el número 46 ya no está una especie de bar de copas de aire inglés que era frecuentado por la burguesía del barrio, inclu­yendo a las viejecitas que viven enfrente, en un edificio “ad hoc” para ancianos hecho por los Carmelitas. Me acordaré más tarde del nombre de ese bar que tenía conciencia de clase. ¡Et voilà!: primero se llamó Mariscal. Después Gran Chambelán. Ahora TEI. Llego a Velázquez, giro a la izquierda y contemplo la fachada bonita de una de las buenas casas del barrio, en la que nació y vivió el hoy famoso Juan Abelló, esto es, en el número 48 de Ve­lázquez. Los Abelló, por su mucho caudal y por otras razones, tenían una fräulein. Hago otro esfuerzo y me enco­miendo a la memoria para reseñar que frente por frente de tal casa se encuentran la tienda Palao y el Hostal Don Diego, vivos ambos. Al revisar esta narración debo certificar la defunción de Palao.

En los impares de Velázquez aprecio como antigua la tienda de marcos y grabados Ruiz Vernacci, aunque no sé si se remonta a mi niñez. Si cruzo Hermosilla me encuentro con Friki, comercio de solera en el barrio, que ocupa un curioso edificio de una sola planta entre los números 37 y 39 de Velázquez. De ca­mino pienso que la familia Arias Salgado vivía en Hermosilla 31 en un edificio de porte noble, pero no quiero seguir por Hermosilla sino que prefiero bajar hasta Goya. Han edificado un hotel de nombre Adler en la esquina Velázquez/Goya, con el buen gusto de conservar fachada y estilo noble de aquella casa, en la que se ubicó la droguería donde compré mi primera maquinilla de afei­tar, de hoja de acero y marca Palmera. ¡Menudo destrozo me hice en mi carita serrana!




(Bodas de sangre es una tragedia en verso de Federico García Lorca escrita en 1931. Se estrenó el 8 de marzo de 1933 en el Teatro Infanta Beatriz de Madrid)


Levanto la cabeza y cruzo la calle de Goya para compro­bar que ya no está la tienda Alfa’s, que era de ropa y objetos de regalo y accesorios de mucha calidad. Donde ahora hay un banco, en la esquina anterior, estaban unas mantequerías de gran renombre y calidad de cuyo nombre no doy fe. Sigo por la acera donde estaba Alfa’s y veo una farmacia antigua y muy estricta por cierto en la administración de medicamentos sin receta, o incluso con receta, porque el titular debía ser pro‑vida. Muy cerca queda el Bar Goya, comercios ambos que sobreviven, aun­que la farmacia ha cambiado de nombre. Este Bar Goya, casi esquina a Lagasca, era el primero en abrir muy temprano de buena mañana. Advierto que al principio de Lagasca, donde se construyó en los 60 el Cine Richmond, hoy hay un horrible en­gendro para tomar copas, esto es, en el número 31. Sigo por Lagasca y compruebo que en el 35, ¡oh milagro!, siguen vivos los Talleres Apolo con un rótulo gracioso que pone “Baterías, esca­pes y amortiguadores”, pegando con una pequeñita zapatería llamada Rachel que gustaba a mi madre.

En esa misma acera de Lagasca, en el número 37, estaba la entrada a un colegio de niñas que hoy es un edificio en rehabili­tación por la Constructora San Martín, que está rehabilitando medio barrio de Salamanca. Yo tenía cierto cariño por aquel co­legio de monjas puesto que desde las ventanas del piso interior de mi amigo Antonio Ron en Claudio Coello 38, y también desde la azotea de toda la finca, veía trajinar a aquellas monjas de tocas de enorme vuelo, que colgaban la ropa en una azotea del gran patio de manzana. No me acuerdo de qué orden religiosa eran ni tampoco sé si se está rehaciendo el colegio o, como me temo, serán viviendas y oficinas y las monjas se irán con viento fresco a no se sabe dónde, si es que la orden sigue viva. Confirmado mi temor: son viviendas y oficinas.

Llego con mi imaginación hasta Hermosilla y doblo a la izquierda, paso por el número 22 donde vivían los Gómez de la Vega y llego hasta casi la esquina, donde había un bonito portal con jardín al fondo por el que se accedía a la entonces famosí­sima modista Asunción Bastida en el número 18 de Hermosilla. ¿Saben Uds. qué está pasando en aquella finca? Pues yo se lo cuento. Que Construcciones San Martín ha derribado el viejo edificio y ha hecho uno de planta nueva, aún sin terminar, que ocupa todo el solar en esquina de aquel viejo y bonito edificio. Ya terminado en la revisión de marzo del 2004. Los bajos comerciales están ocupados por Habitat y el ático tiene un aire futurista con formas redondeadas que no pegan mucho con el entorno. Digo yo.

Me dirijo con mi imaginación hacia el Teatro Infanta Beatriz y, compruebo, que en la puerta de entrada de los artistas no está la castañera que me ofrecía aquel sabroso y caliente presente en los otoños de entonces, lo cual no es raro porque si aquella cas­tañera tenía entonces 50 ó 60 años ahora tendría 110 ó 120 años, edad que no parece al alcance de una castañera nacida a princi­pios del siglo XX. Ya sabéis que el teatro es ahora un restaurante y bar llamado Teatriz, decorado por Philipe Stark.


martes, 1 de noviembre de 2011

Madrid en gris (capítulo décimo)






En esa parte del barrio, en Serrano nº 21, vivían tía Victo­ria y tío Manolo, mis padrinos. “Amer Ventosa” el fotógrafo entonces de moda, tenía allí su estudio. A finales de los años cincuenta la policía depositó a mis tíos en un tren, en la estación del Norte, rumbo a París. De allí viajaron a Sudamérica. El mini‑exilio se debió a los acontecimientos de la Universidad Complutense de Madrid, puesto que mi tío era entonces Decano de la vieja facultad de Derecho, en la calle de San Bernardo.


Mi tio se portó como un hombre y no dejó que la Falange violara el fuero universitario. De ahí viene lo de su exilio; por entonces la policía encarceló en la cárcel de
Carabanchel a Javier Pradera, Antonio Ron, Claudín y otros, que solían venir por casa a jugar al tute. Mi tío Manolo me trajo de América un Wiew‑Master, para ver en 3‑D fotos de celuloide. Me encantaría encontrarlo. Lo echo de menos. Pido a mi primo Antonio Moreno Torres que me regale el suyo, que estoy en la flor de la vida y no puedo encontrar el mío. 


En los días de lluvia el colegio tenía por norma que no se saliera al patio para el recreo ni tampoco al terminar las clases pues era obligatorio esperar a la tata que venía a buscarme y que solía ser Isabel la asistenta. Nos forzaban a permanecer dentro del aula y eso me producía una gran tristeza. De ese problema me liberé al cumplir los nueve años, edad en que mis padres considera­ban que sus hijos tenían suficiente juicio como para ir solos al colegio. Estuve convencido mucho antes de cumplir los nueve años de que yo ya tenía juicio. Además, no había casi tráfico, los cruces de calles no eran peligrosos, Velázquez tenía un hermoso bulevar central y no supe que ningún perturbado raptase a niño alguno en aquellos tiempos. Tam­poco vi por mi barrio a ningún “sacamantecas”, salvo en el cine, en una película llamada “El Cebo”, que me dio mucho susto.


Volviendo a los comercios de entonces y a su viejo estilo diré que era frecuente ver en panaderías y cacharre­rías, en sus pequeños y oscuros escaparates, un cartel que re­zaba “Se cogen puntos a las medias”. Ello se hacía por manos femeninas en unas máquinas que se llamaban Vito y que daban lugar a un trabajo artesanal de muchísimo mérito e interés social. Efectivamente, las medias de cristal que usaban entonces las señoras no eran un artículo, como hoy, de usar y tirar, sino que habían de durar tiempo, no sólo por cuestión de precio sino tam­bién de disponibilidad. Quiero decir que las medias buenas eran de importación o de contrabando. O ambas cosas a la vez. Mi interés por las medias fe­meninas, y por su contenido, viene de antiguo y me acerca al maestro Ber­langa. Como me acercan al mundo del cine en general las más de trescientas películas que vi en el curso de Preuniversitario. Dado que no había clase por las tardes asistía todos los días a uno, o dos, pro­gramas dobles. Hagan Uds. la cuenta.


Otro establecimiento de bebidas y coctelería muy típico en Serrano se llamó Xaüen, nombre de una ciudad del Marruecos antaño zona de “protectorado” espa­ñol. Buena parte de las desgracias políticas españolas del siglo XX debe atribuirse a nuestros generales africanistas, que fueron de victo­ria en victoria hasta la gran derrota final. De entre ellos destacó uno apellidado Franco ¡Madre mía!

Diferencia notable entre las comunidades de vecinos de antaño y las de hogaño es que sus porteros, y así también ocurría en Claudio Coello 38, tenían vivienda en la finca. Ello, unido a la inexistencia o no aplicación de convenios colectivos y sus obligatorios hora­rios de trabajo, aseguraba que el portero, ayudado por mujer e hijos, diera al edificio un servicio permanente, que prestaba de uniforme con botones de latón en las horas principales, y con mono de tra­bajo el resto del tiempo. En reciprocidad, obtenían buenas propinas si eran lo suficientemente habilidosos como para desatascar una cañería o arreglar un enchufe o interruptor.


Manolo nuestro portero era de esa estirpe de gente honesta y trabajadora y jugó un impor­tante papel en nuestra casa. Dejo para otra ocasión, o para que lo cuente Miguel hermano, las reuniones y juegos de cartas que se organizaban en el comedor de la portería, mientras yo jugaba al fútbol o a las chapas en el patio de servicio, por el que subía, al aire, el montacargas antediluviano que me hacía “luz de gas”. Simplemente diré que eran asiduos Javier Pradera, Clemente Auger, Manolito Fernández Bugallal, Arturo González, un tal Fernández Fábregas y otros. Todos ellos de una generación ante­rior muy anterior a la mía. Como el propio Enrique Múgica, que también comparecía por allá. 

Otra desemejanza del barrio de ayer con el de hoy es que los obreros que trabajaban en la construcción o reconstrucción de los edificios no hacían su almuerzo en bares o tascas de barrio, sino que lo traían de su casa en tarteras de aluminio envueltas en serville­tas de cuadros rojos o azules atadas con nudos. Me imagino que el poder adquisitivo de los salarios de entonces no daba para el menú de las tabernas, que eran más bien frecuentadas por los seño­ritos, a la hora del aperitivo, y por los oficinistas a la del café. Los obreros almorzaban a la una de la tarde y si ésta era soleada y de calda temperatura, se tumbaban en la calle a dormitar una pe­queña siesta, posición muy adecuada para mirar y piropear a las señoras que pasaban por la calle, a veces con zapatos topolino y faldas de tubo. Se oían burradas, pero también requiebros inge­niosos. Por almohada usaban dos o tres ladrillos.





( las fotos son de http://gatosbizcos.blogspot.com ) 

sábado, 29 de octubre de 2011

Madrid en gris (capítulo noveno)


(del álbum familiar ¿Quién seré yo?)


Mi barrio de entonces era gris y triste y el colegio era triste y gris y los locales y comercios del barrio eran oscuros y grises y la iluminación de las calles era escasa y gris.

No existían tiendas lujosas al uso de hoy sino carbonerías (“se vende antracita, hulla, lignito, turba y cisco para los braseros y leña para las cale­facciones”) cacharrerías, mercerías, quincallerías, verdulerías, cristalerías, fumisterías, panaderías o pastelerías. Hablando de pastelerías mi preferida era Hesperia, en Goya, regentada por dos damas de buen porte que me recordaban a la tía Ana María, casada con mi tío Vicente, hermano de mi padre, quien en su juventud fue no­vio de Isabelita García Lorca, hermana del poeta, según ella misma cuenta en sus memorias.

La otra pastelería frecuentada por mí era Luanje, en mi propia calle de Claudio Coello. Me gustaban sus palmeras con mermelada gla­seada y sus bambas con nata así como los caramelos llamados Pez. En cambio la confitería Neguri, en Claudio Coello, siempre me pareció “exce­siva”. Su dueño, un “finolis”, se negó una vez a entregarme unas tartas capuchinas que había encargado mi madre. Me espetó en plena calle con voz atiplada que “mis capuchinas no se montan en un seiscientos”. Palabra que sucedió tal y como lo cuento.

En la pastelería Formentor, en Herma­nos Miralles casi esquina a Goya, compraba ensaimadas. La calle Hermanos Miralles se llama ahora General Díaz Porlier. Ni sé quién fue éste, ni quiénes aquellos. Me importa un comino.

En los años del hambre, el pan estaba racionado. Y ya se sabe que“donde falta el pan, sobran los decretos”. Mi padre traía a casa, día tras día, una barra  de pan blanco que le daban en la Dirección General de Seguridad.

Claudio Coello, mi casa, era un hogar cálido que funcionaba bien. Era tranquilo y la vida en él, y fuera de él, previsible. La finca de Claudio Coello 38 pertenecía al dueño, al casero, apellidado Blanco, quien tenía una fábrica de máscaras antigás en la provin­cia de Segovia. Cuando vio que, terminada la guerra, el negocio se extinguía planeó nada más ni nada menos que fabricar un coche, del que llegó a hacer un prototipo y cuya marca comercial iba a ser DAGSA. Recuerdo a Manolo el portero de Claudio Coello lijando con una lima de metal las letras para la carrocería de lo que sería el pri­mer coche DAGSA que, evidentemente, nunca circuló por las precarias carreteras de entonces.

En la casa de vecindad de Claudio Coello 38 nunca pa­saba nada estridente o al menos uno no se enteraba. Las familias eran siempre las mismas, todas en régimen de inquilinato. Nadie dejaba de pagar el alquiler, congelado por una ley que casi de­rrumba el barrio, ni siquiera las señoritas solteronas que regen­taban una pensión, me parece que en el quinto piso. O sea que en nuestro vecindario las familias discurrían sin venir a peor for­tuna, ni tampoco a mejor, puesto que nadie se mudaba de allí a pisos más lujosos en alquiler o en  propiedad. Lo del derrumbamiento lo digo porque los alquileres congelados no permitían a la propie­dad sufragar las más elementales obras de mantenimiento de los edificios.

jueves, 20 de octubre de 2011

Madrid en gris (capítulo octavo)




( del álbum familiar )

Escucho hoy un viejo disco de Alfredo Zitarrosa, el poeta y cantautor uru­guayo. Anoto aquí dos de sus pequeños y tímidos versos: en una de sus milongas, el estribillo dice: “y otra vez vuelvo a buscar por el ayer lo que nunca volverá”. También me ha susu­rrado Zitarrosa: “por esa misma cuesta marchó mi vida y mis años perdidos son mis heridas”.

Pienso si no es justamente eso lo que estoy haciendo en los últimos tiempos al escribir cuentos de infancia y de niñez. La nostalgia, la añoranza, y la melancolía del ayer, unidos a la llu­via gélida que no ceja de caer sobre un amor reciente y doliente, hacen que vuelva y vuelva hacia amarillos tiempos perdidos. En radio hispana FM, emisora hecha por y para inmigrantes de origen su­damericano, suena un bolero que dice “no me duele lo que perdí, sino lo que perderé”. ¡Qué jodido optimismo!

Hace un tiempo mi her­mano mayor ingresó, malamente enfermo, en el hospital de la Princesa de Madrid. En aquellas jornadas de preocupación y de familia he reflexionado, cosa que no había hecho nunca por ignorancia, sobre el funcionamiento de las clínicas de la Seguridad Social en este país de mis pecados. Mi juicio global de esta experiencia familiar con feliz final es favorable. A pesar de sus muchas imperfecciones, el sis­tema sanitario público funciona. Sorprendentemente, añadiría.

La circunstancia de que en una misma habitación convivan durante días enfermos de distinto origen y costumbres es enormemente compleja y aleccionadora. Los primeros días de estancia mi hermano tuvo como compañero de habitación a un hombre de cincuenta y tantos años con proble­mas cardíacos. Este buen hombre, de apariencia gitana, había recibido un tras­plante de médula espinal quince años atrás. Su mujer, gorda oronda y sonriente, alimentaba al enfermo con callos a la madrileña para almorzar y con fabada astu­riana para cenar, acompañados en ambos casos de oloroso chorizo.


An­teayer fue ingresado, en la misma habitación que mi hermano, un rumano que enseguida me contó que había tra­bajado de conductor de autobús en Bucarest. Sufría un infarto de corazón y el hombre me pidió ayuda para que la enfermera entendiera que necesitaba algún analgésico para calmar el dolor de sus rodi­llas, dañadas por la postura y el frío de su viejo oficio en su viejo país. No supe averiguar a qué se dedica en Madrid. Le acompañan su mujer y sus hijos. Son personas educadas y afables. Supongo que pensarán que España tiene una sanidad pública ejemplar.

Hoy escribo al filo de medianoche, después de un día agotador. Mi hermano primogénito está mucho mejor y quiero ahora rememorar cosas sueltas, que quizás tengan des­pués hilazón con el relato. O no, vaya usted a saber.

Atrás hablé de la cultura radiofónica que se escuchaba por los patios de mi hogar de Claudio Coello. He oído o imaginado una frase preciosa: “Viejas radios rezon­gan canciones”. Así lo recuerdo ahora.

Y ahora quiero recordar las tiendas favoritas de mi madre, todas ellas situadas siem­pre en el barrio, en nuestro barrio; Zorrilla, Zornoza, Fémina, ellas tres en la calle de Se­rrano. La Lencería Ideal estaba en Hermosilla nº 12. Las señoras de aquel entonces eran atendidas sentadas en cómodas sillas situadas detrás del mostrador, puesto que ir de compras era significaba “echar la tarde”. A mamá le gustaba la tienda Mily o Milly, que no estoy seguro, también en Serrano. Su iglesia favorita era la del Cristo de la Salud de la calle de Ayala, cerca de Embassy. No iba, por contra, a la parroqia de los Car­melitas, también en Ayala pero más allá del cruce con Velázquez.


Cuando tocaba dentista nos llevaba al doctor Codina, en Castellana núm. 12, hombre sabio con espejuelos sobre la nariz que preparaba los empastes para nuestras caries infantiles en un mortero en el que molía una amalgama con plata y mercurio y otros metales pesados y tóxicos. Afortunadamente, en mi caso, debían de tratarse de muelas de leche, porque no me queda ni rastro de tal práctica odontológica. Después del sillón del dentista era rito la me­rienda en Yago, donde yo pedía invariablemente un sandwich de jamón y queso, un batido de fresa y unas tortitas con nata y caramelo. En Castellana 12 vivía fa familia Wais y Piñeyro, rubios y de ojos claros.

Echo de menos a personajes como Vicente, el barman de la Yago, pequeña y esmerada cafetería que estaba en Goya, al otro lado del portal de la farmacia Bagazgoitia. O como los hermanos Pedro y Jesús, colchoneros, cuyos descendientes aún regentan igual comercio en el mismo local y con el mismo nombre. Partidas de póquer interesantes jugué, ya universitario, en la trastienda de la colchonería. Tampoco olvido otros lugares, en este caso fuera del barrio, como la Sas­trería Espada en la calle Caballero de Gracia, donde Don Lucas, el sastre, nos cosía trajes desde pequeños, bien cortados y con buenos tejidos. En la misma calle de Caballero de Gracia, muy cerquita de la avenida de José Antonio, estaba la Casa del Niño, especializada en ropa de niñas, adonde acudían mis hermanas. No sé si me confundo con otro comercio que se llamaba El Bebé Inglés, pienso que no. De mayores, las chicas de mi familia se vestían en Cebra.

Se me escapaba una entrañable tienda en Serrano, donde hoy florecen los comercios más lujosos de Madrid, en competen­cia con los de la calle Lista. Me refiero a Gallinópolis, granja que vendía polluelos de gallina. Era precioso ver los criaderos de piantes pollitos, con sus lámparas rojas que les daban calor. Ni que decir tiene que los hermanos nunca conseguimos llevar a Claudio Coello 38 un pollito. Ya sabéis, que­ridas lectoras, lo de “mi familia y otros animales”. Los Torres Rojas no admiten en sus casas animales que les hagan la competencia. 

Vuelve a mí la carencia y querencia de la yaya. Sagrario Ramírez Ra­mos estaba en Claudio Coello antes que yo llegara al mundo. Su presencia estoica de mujer entera llenó mi niñez. La yaya nos cui­daba con cariño y rigor, fruto de una reciedumbre de espíritu más que de ningún estudio, que no tenía. A veces intentaba leernos noticias del periódico, supongo que del YA, el diario de la Edito­rial Católica al que estaba suscrito mi padre. El Marca se com­praba en el quiosco y por la noche se subía el Informaciones, diario de la tarde. Pero la única suscripción fija era al YA. Nunca el ABC. La yaya empezó un día la dificultosa lectura de la noticia de un crimen, sílaba a sílaba, moviendo mucho los labios para pronunciar: “embarcó en Ávila...”. Yo caí en la cuenta de que en Ávila no hay mar ni barcos, y que las metáforas no pegan en la sección de sucesos de un periódico. Debía tratarse de un pueblo, el co­nocido como Barco de Ávila. Así lo comprobé y así lo fue.

No hay manera, ni humana ni divina, de agradecer a la yaya lo que hizo por todos nosotros, hermanos y madre y incluída. Su Emiliano, primer y único novio que tuvo, era miliciano y huyó por Perpiñán a Francia en el éxodo masivo que provocó la victoria del ejército nacional. Sagrario, a veces, lloraba en silencio. No volvió a mirar a ningún otro hombre pues siempre le guardó ausencia. Su fidelidad al novio republicano, a mi madre y a Claudio Coello 38, donde murió, fue sencillamente estremece­dora y su recuerdo imborrable. Alguien dijo que “hay olvidos que queman y recuerdos que engrandecen”.

domingo, 16 de octubre de 2011

Es la mujer un mar...














Es la mujer un mar...

Es la mujer un mar todo fortuna,
una mudable vela a todo viento:
es cometa de fácil movimiento,
sol en el rostro y en el alma luna.

Fe de enemigo sin lealtad ninguna,
breve descanso e inmortal tormento,
ligera más que el mismo pensamiento,
y de sufrir pesada e importuna.

Es más que un áspid arrogante y fiera;
a su gusto, de cera derretida,
y al ajeno, más dura que la palma;

es cobre dentro y oro por de fuera,
y es un dulce veneno de la vida
que nos mata sangrándonos el alma.


(Juan de Tassis, Conde de Villamediana.
Lisboa 1582-Madrid 1622) 

El poeta y dramaturgo Don Antonio Hurtado de Mendoza pintó su carácter en un romance a su muerte:
Ya sabéis que era Don Juan / dado al juego y los placeres; / amábanle las mujeres / por discreto y por galán. / Valiente como Roldán / y más mordaz que valiente... / más pulido que Medoro / y en el vestir sin segundo, / causaban asombro al mundo / sus trajes bordados de oro... / Muy diestro en rejonear, / muy amigo de reñir, / muy ganoso de servir, / muy desprendido en el dar. / Tal fama llegó a alcanzar / en toda la Corte entera, / que no hubo dentro ni fuera / grande que le contrastara, / mujer que no le adorara, / hombre que no le temiera.

lunes, 10 de octubre de 2011

Madrid en gris (capítulo séptimo)



Hablando de radio recuerdo la importancia que tuvo en nuestras vidas un artista que vino de Argentina y que se llama o llamaba, pues ignoro si vive aún, Pepe Iglesias el Zorro. Fue una auténtica revolución y cambió el sentido del humor de aquella generación. Nos quedábamos despiertos hasta la hora en que la emisora, creo que la inevitable Radio Madrid, daba su programa que comen­zaba invariablemente con una cancioncilla que decía, después de una introducción con silbidos: “Yo soy el zorro, zorro, zorrito, para mayores y pequeñitos, yo soy el zorro, señoras, señores, de mil amores, voy a empezar...”.
Hoy es un lunes cualquiera. Un día de lunes frío y desapacible. He dado un paseo, a paso rápido, y he recordado una frase que hace mucho tiempo leí en Fernando Pessoa, el portugués que más influencia ha tenido en la literatura de su país en el siglo XX. Decía de sí mismo Pessoa que “lo que soy es un sueño que está triste”. Yo, más que triste, lo que estoy es harto. Una vez oí decir a una señora perteneciente al pueblo soberano, en el mercado de la Paz, que “estoy hasta el c... de hacer mandaos”. Pues eso, que me he hartado de hacer “mandaos” desde hace la tira de años. Excluyo los primeros seis años de libertad. Desde que nací hasta que fui al colegio.




Pienso en algunas de las personas que conformaban el entorno humano de Claudio Coello, mi origen. La señora Bibiana, con su toquilla de gruesa lana negra, era la “pipera” que nos suministraba semillas de girasol y golosinas en Goya, casi a la puerta del Metro, muy cerca del quiosco de la señora Emilia, quien era una gran trabaja­dora, cuya hija se malcasó con un picador que no le dio buena vida pues le salió vago y bebedor. La señora Eulalia gobernaba la cacharrería de Claudio Coello. Buena gente.

Isabel la asistenta era un maravilloso ejemplar humano del barrio de Lava­piés, un verdadero arquetipo de madrileña castiza. Venía a diario a casa. Muy temprano ya estaba en casa, trabajando en sus faenas, y no se marchaba hasta  que servía nuestra cena, la de los pequeños. Isabel era per­sona mayor, enjuta y menuda, con un rodete a manera de moño en su pelo cano. Pronunciaba unos dichos madrileños que me tenían impresionado: “Hijo, me has dejado sin una gota de sangre en el bolsillo”, me advirtió un día. Otro: “Manuel María, lleva cuidado que tu hermana te va a levantar la tapa del pecho de un golpe”. Eran comentarios al hilo de nuestros juegos en el pasillo de Claudio Coello, para nosotros verdadero estadio olímpico. Tan es así que en una ocasión, jugando al fútbol, de certero pe­lotazo arranqué de cuajo un teléfono negro de baquelita colgado de la pared. Tenía dos campanillas exteriores para que repicara bien el timbre y era de la Standard Electric.
Una tarde hice una entrada a mi hermano pequeño al estilo de la defensa del Real Madrid, con tan mala fortuna que, al caer, se partió un brazo y necesitó de una pequeña intervención quirúrgica y escayola.





Otro personaje del marco familiar era Isabel Ramírez Ramos, hermana de nuestra yaya, Sagrario, ambas de Ventas con Peña Aguilera, provincia de Toledo. Isabel Ramírez era soltera y servía a una familia en la calle del Conde de Aranda de nuestro barrio. Contaba confidencias graciosísimas de sus señores y de su señorito, que tenía un amigo piloto que traía piña tropical de Guinea. Era una verdadera fiesta la tarde que Isabel Ramírez venía a vernos con rodajas de piña fresca recién cortadas en­vueltas en papel de estraza. Hoy en día, siempre que puedo, sigo desayunando piña tropical fresca, que no de lata. Y papaya, “le­choza” en la dulce lengua de Venezuela. Que allá pronuncian “lechosa”.

Benita Hisado Ramos llegó a casa cuando yo tendría 9 ó 10 años para ocuparse de la cocina, puesto clave en la logística de un hogar de tantos hermanos. Si mal no recuerdo venía de trabajar en un bar-restaurante de Plasencia, Cáceres, y, con su “fichaje”, el nivel gastronómico de Claudio Coello mejoró notablemente. Otra tata, ésta oriunda de Noblejas, Toledo, se llamaba Victoria y sirvió en casa de doncella. Era simpática y muy dispuesta, como suelen ser las gen­tes de la provincia “del bolo”. También nos ayudó en casa, y mu­cho, Manoli Gegúndez Abuin, una gallega tímida y dulce que fue antecesora de la fiel Mely. Por medio anduvieron Basilisa y otras.

Atrás cité a un señorito. He de decir, sin complejos, que en las familias burguesas de aquellos años, era costumbre que las tatas tutearan a los críos hasta la edad de los doce años. Cumplida esa edad, justamente en el mismo día del aniversario, pa­saban a llamarnos de usted y de señoritos. Así llevé a cuestas semejante título hasta que, terminada la carrera y ocupándome ya de mi primer trabajo como abogado, fui “ascendido” a la dudosa categoría de Don y en ella me hallo.


Venga o no a cuento diré que me molesta el tuteo universal que hoy se ha impuesto. El tratamiento de Ud. no distancia nece­sariamente. Se trata de educación, respeto, cortesía, de consideración, no de distancia y menos de sumisión. Ahora bien, entre personas de parecida edad, el tratamiento de Ud. debe ser recíproco. No me parece equitativo que el “superior” o el “rico” tutee a un em­pleado o a un “pobre” o “inferior” y se ofenda si es correspondido. O am­bos de tú o ambos de Ud. Tampoco me parece de recibo que una enfermera de 25 años tutee a un venerable anciano semidesnudo mientras le introduce un tubo exploratorio por el recto.

domingo, 2 de octubre de 2011

Madrid en gris (capítulo sexto)


( el autor con Ivonne )




Apenas sí servidor tenía obligación de hacer deberes o tareas. Mi padre jamás me preguntó por ellos, dado que yo llevaba invaria­blemente buenas notas a casa, notas que él apenas sí miraba. La costumbre de mi padre de no comentarme los resultados de mis distintas etapas escolares se mantuvo invariable, incluso cuando obtuve el premio extraordinario de licenciatura. Ni una sola palabra de aliento oí de su boca.

De niños nos llevaban al Teatro Infanta Beatriz a ver las matinés de Cholín y Tuercebotas. Algunos domingos íbamos a sesiones dobles en los cines, hoy desaparecidos, llamados Príncipe Alfonso y Colón, ambos en la calle Génova. A veces usábamos el metro, línea Goya, Velázquez, Serrano, Colón, Alonso Martí­nez, Bilbao, San Bernardo, Argüelles.

Cuando yo tenía cuatro o cinco años los hermanos que entonces llevaran la voz cantante decidieron ver una película sobre la vida del gran Caruso que proyectaban en el cine Carlos III. Notaron que yo me resistía y quisieron saber por qué. Expliqué que no me gustaban las películas de ópera. Mis hermanos se sorprendieron por juicio tan rotundo. Me preguntaron:

-“pero... Manuel María, ¿tú sabes qué es la ópera?”.

-Yo les dije: “la ópera son negros que salen y cantan y bailan”. 





Es evidente que me estaba equivocando con el jazz. Hoy en día confieso que me gusta mucho más el jazz que la ópera. Los discos de baquelita que había en Claudio Coello, anteriores al vinilo, eran de zarzuela y de revistas musi­cales, sobre todo de Celia Gámez. Recuerdo “El Águila de Fuego”, “Las Leandras” y “La Montería”. De 33 revoluciones, en formato llamado long‑play. Por allí andaban, ya en vinilo, el mambo de Pérez Prado y los boleros del viejo trío Los Panchos y cosas así. El Trío Calaveras no se cansaba de cantar “Por el camino verdeeee…que va a la ermita”




Madueño, hoy cura en Patagonia, y yo fuimos muy aficionados a jugar a los bolos americanos. Con doce o trece años lo hacíamos en la bolera del Carlos III (hoy sala de fiestas) o en la del cine Bilbao. También en la del cinema Benlliure. Después de jugar nos tomábamos en cualquier bar una cazuela de champiñones y otra de gambas al ajillo. Las Navidades eran gratas, a lo que con­tribuía la llegada desde Granada de vituallas que duraban más allá de las fiestas. Del cortijo de los abuelos en Martos, provincia de Jaén, provenían las alcuzas de aceite y de la finca de Granada los pavos vivos que llegaban en seras de esparto cosidas con har­pillera, de manera que los animales tenían la cabeza fuera. De­beré hacer un esfuerzo para recordar cómo se llamaba la agencia de transporte que estaba por Atocha. También arribaban orzas de barro con lomos de cerdo adobados enterrados en manteca del propio animal. Las monjas de Santa Clara y las de Chauchina nos enviaban ricos dulces de indubitado origen árabe. Los roscos de anís, los alfajores, los mantecados, los polvorones, los batatines, las yemas y otras golosinas no faltaban en nuestra mesa en los días de Navidad ni los mazapanes, alfandoques y turrones. Los pavos se “estabulaban” en uno de los patios de Claudio Coello, precisamente al que daban las cocinas y mi dormitorio.




Evito sofocos al improbable lector si aviso que he comprobado que harpillera se escribe con hache. Las monjas de Santa Clara eran y son las Clarisas capuchinas del Convento de San Antón de la calle Recogidas de Granada.

En una noche de Reyes de aquellos años tuve una experiencia preternatural. La pared de mi cuarto se iluminó y me invadió una emoción profunda. Era una luz tan hermosa como un atardecer de otoño. La luz se convirtió en un bienestar absoluto para mí. Al final devino en calabaza. Me dormí lleno de paz y armonía.

Que mi dormitorio diera al patio de los pavos, lo que objetivamente podría interpretarse como una mala orientación, era, sin embargo, divertido para mí por varios motivos. De pe­queño porque me permitía oír su gorgoteo extraño y el canto de algún gallo que también venía de la finca. De madrugada me des­pertaban las aves y yo, niño urbano, soñaba con el campo y sus exuberantes veranos. De más mayor, porque me permitía curio­sear por la ventana las actividades de las cocinas y sus fámulas.





Es­pecialmente las que trabajaban en la casa de los Durán, en el piso segundo, y que, quizás porque se decía que Don Florencio era un “mujeriego”, solían ser guapas y alegres. Una de ellas, malagueña y salerosa, me llevó algunas veces a un sotanillo oscuro que había en Goya llamado Los tres caballeros.
Gracias a ese patio de vecindad recibí una buena formación en la co­pla española que las radios difundían sin interrupción. La parte negativa eran las radionovelas, con guiones del escritor Guillermo Sautier Casaseca. Recuerdo “Lo que nunca muere” y “Ama Rosa” que duraban meses y meses, incluso años, interpretadas por el “elenco de artistas” de Radio Madrid. Por azares del destino un hijo del famosísimo autor fue amigo, años más tarde, de mi her­mano José Ignacio. Otro riesgo de los patios de mi casa era oír por obligación el consultorio de la Señorita Francis.