jueves, 18 de agosto de 2011

Madrid en gris (segundo capítulo)



Cuando llegaba la época de la fruta de hueso, sobre todo albaricoques, guardaba los güitos para irlos frotando contra las fachadas de los edificios, desde casa hasta el colegio, de forma que, una vez conseguido desgastar la parte picuda del hueso, y después de sacar con unas pinzas la semilla, fabricaba un silbato que sonaba a todo menos a urbano.

En el colegio pasé once años de invierno y trámite sin saber que con la universidad llegaría la primavera. En cambio, sí sabía que había veranos y que éstos se llamaban Campoamor y Los Cipreses. Siempre fui estudiante de buenas notas, muchas veces de las llamadas “doradas”, porque tenían una orla o cenefa de purpurina que yo raspaba con una cuchilla de afeitar que hubiera desechado mi padre, a fin de guardar el dorado polvo en un frasco de cristal. Las notas lleva­ban sello de Don Andrés Pérez Asenjo o de Don Clemente Cerri­llo, que eran los directores de estudios de pequeños y de medianos, respectivamente.

Apenas si puedo traer a la memoria la figura de algunos profesores, pero sí al cura Sedano, al padre Miguel y a un levita de Burgos por nombre Don José. Recuerdo al “Vinti”, así llamado porque en su clase de matemáticas decía “vinticinco”, “vintiséis”, “vintisiete”... Recuerdo a Don Genaro, que nos explicaba francés, con mal acento pero buena gramática y sintaxis, pues el método Perrier era espléndido. Me llevé bien con Don Antonio Apaolaza y gusté de sus explicaciones sobre historia del arte. Conforme avanzaban los cursos cada vez había menos religiosos marianistas y sí más seglares contratados.

Entre sobresalientes conseguí matrícula de honor en la reválida de cuarto, en la de sexto y en preu, con la nota más alta del distrito universitario de Madrid. Hoy es el día en que no sé para qué quería tan buenas notas y menos aún por qué quise darme tanta prisa en la Universidad y terminar Derecho en cuatro cursos. Mejor hubiera sido utilizar los cinco años de reglamento, agotando de manera natural la etapa más feliz de mi juventud, etapa que narraré, si lo hago, como cuento de primavera.  Ya se sabe que todas las cosas cambian con la primavera. Crecen en hermosura.

Este relato de niñez y adolescencia transcurre en unas pocas manzanas del barrio de Salamanca, las comprendidas entre la Castellana, Goya, General Mola y Lista. En la esquina de Claudio Coello y Goya, se situaba el Bazar de la Unión, frente por frente con La Casa de las Maletas. En la esquina de más arriba, Claudio Coello con Hermosilla, estaba el Teatro Infanta Beatriz y en el adoqui­nado se veían los raíles de un tranvía que ya no subía por Hermo­silla pero que continuaba “rielando” por el paseo de La Castellana.

La vaquería La Vegamiana estaba en Hermosilla 22 y la farmacia de Goya lindante con La Casa de Las Maletas era de una licenciada apellidada Bagazgoitia. Los patios de nuestro piso eran tres, con sus olores a berza y cocido, sus ruidos familiares a máquinas de coser Singer y el permanente soniquete de fondo de Radio Madrid y la copla española. También deambulan por mi cabeza las sombras de Avelino el fumista, de Valentín Bule, el electricista, de Pedrito el colchonero, de Manolito la Lastra, pedicuro de mi madre, y de otros curiosos personajes como Damián el carpintero. Tipos más propios de un Madrid galdosiano que del Madrid de hoy, remedo de nada. Manolito la Lastra y Juanito Matarín fueron los primeros homosexuales que vi en mi vida. Matarín se vistió de mujer en el curso de una fiesta de ma­yores celebrada en casa. Por lo visto había sido ayuda de cámara de un viejo aristócrata o príncipe ruso y terminó cosiendo muñe­cas criollas vestidas a lo Carmen Miranda.


( foto Masao Yamamoto )

viernes, 12 de agosto de 2011

Madrid en gris (primer capítulo)



( arriba primer día de colegio; debajo, último )

Nací el segundo día de un otoño del siglo pasado en la Maternidad de Santa Cristina, en la calle de O’Donnell de Madrid. Los vein­tiséis años siguientes viví en el domicilio familiar de Claudio Coello 38, 3º izquierda.

Mi madre me parió con dos defectos de fabricación, que me diferencian de la mayor parte de mis semejantes. El primero consiste en creer que todas los personas somos iguales. O sea que, ingenuo de mí, soy demócrata de nacimiento. Mi segunda deficiencia origi­nal es que soy del Atleti. Como mi padre y como mi hijo.

Conservo la foto de mi primer día de colegio y también la imagen de la comida que puso fin al último curso, entonces llamado preuniversitario. Entre ambas, nada más ni nada menos que once añitos de mi vida, a saber, parvulitos, párvulos, elemental, in­greso, los cuatro cursos del bachillerato elemental, más quinto y sexto de letras y el preu como remate. En el preu estudié a fondo el Polifemo y las Soledades, y a Góngora todo, de la mano de los trabajos de Dámaso Alonso. Sin la menor duda, el mejor curso de todos, con gran diferencia.

En mi llegada al colegio estoy acompañado de mi madre, con traje de chaqueta gris y velo negro, con su mano derecha rodeando el hombro de mi hermana E., con coletas y boina del uniforme de las Esclavas del Sagrado Corazón. La mano iz­quierda de mi madre aprieta la mía derecha y en la izquierda tengo una cartera de piel. Llevo pantalón corto, calcetín blanco, zapatos de cordones, jersey oscuro, corbata gris, o así parece, y camisa blanca. Figuro repeinado con raya al lado izquierdo. De­trás, mirando al fotógrafo, mi hermana M. A., vestida también con el uniforme de “las esclavitudes”, con una cinta al cuello y su medalla de “hija de María”.

Los cuatro hablamos con un sonriente padre Armentia, quien tiene en sus manos una suerte de diploma enrollado. A la izquierda del padre Armentia hay un marianista de los llamados “levitas” a quien no reconozco. Se conoce como levitas a los religiosos marianistas no sacerdotes. 

Cierro los ojos, doy un salto de once años, largos, larguísi­mos, y examino la foto de la comida que puso fin a preu. Veo a Rafael Spottorno, quien hoy acaba de ser nombrado Jefe de la Casa Real, con gafas de concha y su acné de siempre y a Julio Wais con su pelo peinado hacia atrás quizá pensando ya en África y sus misiones. Me veo a mí mismo, muy delgado y con un clavel en una chaqueta de lino color marfil. A mi lado Javier Temes con su cara de montañés y más allá a Martín Amézola, conocido por “El Rano”, un chaval pícaro y mal estudiante, pero buen jugador de fútbol.



Entre las dos fotos median once años de mi vida. De Claudio Coello 38 a Castelló 56, camino que recorría cuatro ve­ces al día ya que nunca fui mediopensionista y, por cercanía, tenía el privilegio de ir a comer a casa. No digo que se comiera mal en el Pilar, que fama tenía de lo contrario, gracias a Don Ramón, vasco de pro y canaricultor, sino que prefería volver a casa a mediodía antes que permanecer dos horas más en el colegio. So­bre todo porque muy pronto advertí que, para lo que aprendía, hubieran bastado tres o cuatro horas en jornada de mañana. Se perdía muchísimo tiempo en el colegio, como se pierde hoy en los despachos, en los ministerios, y en cualquier espacio en que se junten muchas personas. 


Siempre aprendí más yo solo, en la calle o leyendo o pensando en las musarañas, en las Batuecas, o en propia Babia. Leo hoy que Buzzati y Gracq  sostienen que la espera es el eje de la vida. No lo creo, pues, antes o después, uno siempre llega allá donde alguien nos espera. Para mí, la clave nuestra existencia es el momento en que adquirimos conciencia de la noción del tiempo perdido, desperdiciado ¡Que nos devuelvan inmediatamente el tiempo que nos han hecho perder!


miércoles, 10 de agosto de 2011

Ahora estoy en la edad



( foto captada por Manuel María Torres Rojas )

Ahora estoy en la edad en que una ventana
es cualquier aventura...

(fragmento del poema "Lo que vale una vida" de Rafael Juárez; Estepa, Sevilla, 1956)


Correspondo a la amabilidad de 
Haydée Norma Podestá
 con la simetría de incluir aquí un enlace a su cuaderno de bitácora:


"Tengo muchos amigos de todas mis épocas. Aprendí a vivir con el aroma de las rosas y con el dolor de las espinas." Así se autodefine 

Haydée.

jueves, 4 de agosto de 2011

Isla de Cuba o Fernandina



( Silvestre de Balboa Troya y Quesada, primer poeta épico cubano, escribió su magna obra Espejo de paciencia entre 1605 y 1608 )

Tiene el tercer Filipo, Rey de España, 
la ínsula de Cuba o Fernandina 
en estas islas que el océano baña, 
rica de perlas y de plata fina. 
Aquí del Anglia, Flandes y Bretaña 
a tomar vienen puerto en su marina 
muchos navíos a trocar por cueros 
sedas y paños y a llevar dineros.


( foto tomada por mí en el Acuario Nacional de Cuba )