( autor y hermana en el parque de El Retiro )
Además, se contaba con la ayuda de una modista y de distintos oficios que hacían que aquél hogar de postguerra funcionase como un reloj. Nuestras comidas y cenas estaban bien equilibradas dietéticamente y siempre se celebraban a horas fijas: el almuerzo a las dos y media y la cena a las nueve y media, todo ello en nuestro cuarto de estar “de los menores”. Los críos comíamos en la mesa de los mayores, en el comedor principal, solamente los días de fiesta o cuando se celebraba algún cumpleaños. Nuestra casa se dividía, mediante una puerta de cristales situada en el ángulo central del pasillo, en dos mundos separados. Los niños jamás traspasábamos la barrera de cristales, sin con permiso de la autoridad competente y a fin de saludar a las visitas, una vez convenientemente acicalados a tal efecto.
La casa tenía buena calefacción, central y de carbón, de las que todavía quedan algunas en el barrio de Salamanca. Todas las habitaciones con radiador, salvo la mía. No encuentro ningún motivo especial para sentirme discriminado, simplemente me tocó aquélla, el cuarto del fondo (en “cul de sac” dirían los franceses) al que se accedía por otro dormitorio. Para entrar y salir de mi cubil, compartido muchísimos años con mi hermano José Ignacio, era preciso e inevitable pasar por el que ocupaban mi primo Pepe Ramos y mi hermano Miguel, que era el primogénito.
Que mi cuartito tan pequeño no tuviera radiador no era grave puesto que el piso estaba suficientemente caldeado. En algunas noches frías de invierno mi madre entraba, cuando estaba ya metido en la cama, con una palangana recubierta de porcelana. Vertía en ella dos o tres dedos de alcohol y prendía fuego. El efecto era mágico: en un minuto el cuarto se ponía a 35 grados, supongo yo que por poco tiempo. Suficiente para coger el sueño con los carrillos colorados del calorcillo.
El pediatra familiar era el doctor Federico Rodrigo Palomares. Se parecía a Humphrey Bogart y era un santo. Nos vacunaba en fila, como en la mili. Y nos decía a cada hermano el tiempo que podíamos bañarnos en el mar. A ojo de buen cubero.
El invierno es siempre gris y más en los grises años de la posguerra. A este propósito leo en Günter Grass que el valor básico en la vida es el gris. Dice Grass que los valores absolutos, el blanco y el negro, sólo existen en realidad como una abstracción. Para Grass sólo existe el color gris y la literatura debe indagar entre los distintos tonos de gris y tratar de percibir en ellos, sus matices. Será así. O no. Un pintor checo llamado Lüpertz dice que al artista le influye mucho más la luz de su calle que su nación. Amén.
El pediatra familiar era el doctor Federico Rodrigo Palomares. Se parecía a Humphrey Bogart y era un santo. Nos vacunaba en fila, como en la mili. Y nos decía a cada hermano el tiempo que podíamos bañarnos en el mar. A ojo de buen cubero.
El invierno es siempre gris y más en los grises años de la posguerra. A este propósito leo en Günter Grass que el valor básico en la vida es el gris. Dice Grass que los valores absolutos, el blanco y el negro, sólo existen en realidad como una abstracción. Para Grass sólo existe el color gris y la literatura debe indagar entre los distintos tonos de gris y tratar de percibir en ellos, sus matices. Será así. O no. Un pintor checo llamado Lüpertz dice que al artista le influye mucho más la luz de su calle que su nación. Amén.