jueves, 23 de febrero de 2012

La patología del amor


(foto Hajima Sawatari)

El amor es una patología desesperada pero no grave, por ser normalmente de breve curso. Es enfermedad de larga tradición literaria y con buena prensa, muy en boga desde la eclosión del Romanticismo en el siglo XIX.

Se contrae a través de los cinco sentidos y no tiene, al igual que el catarro común, tratamiento específico sino sintomático: mucha cama, alimentación estimulante y abundante agua y jabón.

No existe vacunación eficaz puesto que en la estructura molecular de su agente transmisor se pueden observar elementos víricos de pasión y sexo juntamente con otros bacterianos que atacan al cerebro y estimulan el egocentrismo-patrimonial.

Los grupos de población más expuestos a la infección amorosa son los adolescentes, los cuarentañeros y los ancianos solitarios opulentos y acaudalados. Los brotes más violentos de esta pandemia suelen observarse en primavera y en otoño, coincidiendo con el regreso, al doméstico redil, del período vacacional compartido con la habitual pareja y los retoños.

Salvo en casos extremos descritos en cierta clase de literatura no científica, este padecimiento se cura por el simple transcurso del tiempo. El amor patológico desaparece por consunción y aburrimiento. Es decir, de muerte natural.

Cosa distinta es que se asocien factores colaterales que compliquen el curso de la enfermedad amorosa, como pueden ser el envenenamiento de un rival o esposo, suicidios en pareja o colectivos o bien en períodos de grandes depresiones bursátiles y financieras.

No se conocen medidas eficaces de prevención. Dícese que los Estados capitalistas están ensayando subidas de impuestos para las poblaciones de riesgo, encarecer las hipotecas-basura o, incluso,  encerrar preventivamente a los últimos románticos, como servidor de ustedes, que escribo estas líneas desde mi celda de un establecimiento frenopático.

jueves, 16 de febrero de 2012

Colección de poemas de Manuel María Torres Rojas




(Facsímil del libro de poemas Terca luz)


Hoy nace un librito que contiene poesías escogidas de entre las escritas por mí en los últimos tiempos. Transcribo aquí la reseña editorial, gentilmente preparada por Clara, impulsora y directora de tan primorosa edición. Grato ánimo para ella.



"TERCA LUZ”, nuevo libro de versos de Manuel María Torres Rojas, se nutre de toda la materia propia de su personal universo, que recrea una y otra vez en sus escritos: la memoria, permanente autobiografía soñada y novelada, relatada “breve, corto y por derecho”, como gusta definir su escritura al propio autor.

Ya sea a través de los relatos de sus primeras publicaciones, como en “Los huesitos de mis ronquidos”, o en sus diarias entregas en cualquiera de sus cinco blogs, Manuel María escribe acerca de las cosas más comunes, o más  extraordinarias, de una manera suelta y libre, a modo de cuadernos de diario, donde cualquier acontecer agranda su mirada y le sirve de motivo para empuñar la pluma.

Este poemario es cosa bien distinta, porque es un paso más. A sus lectores no sorprenderá encontrar en sus versos vagos ecos de Garcilaso, Góngora y Lope y, sobre todo, de la música de Juan Ramón Jiménez.

Descubrimos a un Manuel María volcado en sus versos íntegra y apasionadamente, dejándose ir con un verbo cálido y entregado, intimista, desnudo; allá donde su escritura alcanza su más honda y sincera expresión, en su búsqueda de lo más humano de todo lo humano.

“Antes de sentarme a escribir, me invade la idea de cautivar y llegar al corazón de los demás”, dice de sí mismo el poeta. Y es en este “Terca Luz” donde más plenamente lo consigue, dejándonos poemas arraigados en su vida: los sentidos, el recuerdo, la infancia perdida y siempre añorada, en el amor siempre, más que en lecturas o construcciones intelectuales. 

Es este un libro de madurez, corolario de su producción poética, que alcanza su más alta emoción cuando habla del amor, ya sea en forma de pasión atormentada, anhelo insatisfecho o espejismo romántico: experiencia amorosa nunca culminada; llama, herida, ideal de Mujer, en perfecta e imposible armonía de forma y fondo."

martes, 14 de febrero de 2012

Esa mujer tiene nombre


(Marc Chagall)


Ayer noche entré en sueños con la Prosa Lírica de Juan Ramón entre mis manos. Me dormí sin su nombre, sin el nombre de ella:

                                                     SIN NOMBRE


"Me gusta pensar en ti sin nombre ni apellido. Mujer sólo, como la nube es la nube.
Corriendo tú en el aire azul, con tu cabello rubio ondeando sobre tu carne blanca y violeta; junto al agua, bajo los pájaros verdes.
Mujer solo, sin señas del ahora, como la rosa es la rosa."

                                                      (Juan Ramón Jiménez)

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                                                                ESA MUJER TIENE NOMBRE

Al rayar la alborada, un viento andaluz me tranquiliza los sueños.
Chagall y mi padre, del brazo amigable, buscan el nombre para la mujer de la litografía.
Yo gritaba a ellos en voz queda:

-¡Esto ya no parece un juego! ¡Estoy aquí! ¡Es que no me veis!


No, no me sentían. Y se quedaron sin el nombre buscado. Sin el nombre de la sirena.
Era el mío. Su nombre era mi nombre. María y Manuel.

                                                                  (Manuel María Torres Rojas)



viernes, 10 de febrero de 2012

Libertad perdida


(Inez van Lamsweerde and Vinoodh Matadin polaroids 5)

Libertad. El lento discurrir de las horas de charla sin cómo ni para qué.

Rosa, la chica de mi Facultad, me preguntó hace no tanto, en una cena de esas que conmemoran las bodas de plata de una promoción y que resultan patéticas y aburridas:

- ¿Por qué no me quisiste entonces?

Mi respuesta salió con la espontaneidad de lo rumiado largo tiempo:

- Porque no te creí. No me fiaba de tus ojos ¡Te sienta bien el verde!

Ella no ceja:

- ¿Y por qué no me creíste?

- Pues porque no creo nada, pero imagino todo, le digo al oído.

Me tomo un sorbo de Campari, más amargo que el eléboro. Habían pasado veinticinco años y ella aún ignoraba por qué no la amé cuando ella sentía que me quería. 



¿O fue al revés?

martes, 7 de febrero de 2012

¡Marchando una de gambas!



El pasado fin de semana comparecí ante la barra del restaurante-marisquería Sanxenxo, en la calle Ortega y Gasset de Madrid, sin más pretensión que la de tomar, antes de cenar en casita, un par de Albariños de los que se crían en barrica de madera.

Me acodé en la barra a tiempo de presenciar la llegada de un señor, con marcado acento mexicano, que se acomodó en una mesita cercana a mi banqueta de altas patas.

Escuché que el señor de allende los mares, entre otras viandas que no vienen a cuento, pidió unas gambas blancas y una botella de vino blanco de uva verdejo. Aprovecho la ocasión para expresar mi rechazo a la gran mayoría de los blancos con origen en la denominación de Rueda, que son buena parte de los caldos que se elaboran por esos pagos. De la uva verdejo no me gusta ni su aroma, excesivamente perfumado, ni su ácido paladar ni que te metan su vino, por narices, en todas y cada una de las barras de Madrid.

Terminado su yantar, oigo que el señor “mexiquense” (neologismo con función de gentilicio que ahora es usado con frecuencia en los periódicos de México), al proceder a pagar la cuenta, entabla un vivo debate con el camarero de turno.

Pego el oído y resumo para ustedes:

-En la carta se expresa “gambas blancas grandes 100 gramos…18 euros”; y en la cuenta pretenden ustedes cobrarme 36 euros por mis gambas ¿Cómo se explica este error?, pregunta el cliente.

El camarero responde:

-Pues…la cosa está bien clara. En la carta se explica que los 18 euros son por cada 100 gramos y usted ha consumido 200 gramos, que es lo que pesan las ocho gambas que integran una ración en este establecimiento.

Ahorro a ustedes, queridos lectores, el resto del forcejeo dialéctico, incluída la petición, no atendida, por parte del cliente, a fin de que compareciese el gerente del restaurante. Diré solamente que el señor se marchó enfurruñado, después de abonar la factura y de aseverar que no volvería jamás al restaurante Sanxenxo.

Balzac dijo que las barras de los bares son el Parlamento del pueblo. Y yo me erijo en juez y emito este veredicto, a manera de conclusiones de imparcial testigo:

Ambas partes, cliente y camarero, guardaron finalmente las formas, si bien incurrieron en riesgo cierto de perderlas.

El cliente ocasional insistió, quizás en exceso, en su reclamación.

Por el contrario, el camarero estuvo falto de tablas; hubiera quitado hierro a la situación alguna frase diplomática y convencional en hostelería; por ejemplo “lamento que la carta le haya inducido a error a usted” o “comunicaré a la Dirección su malestar”. Y, mejor aún, formular el clásico y balsámico ofrecimiento del tipo de “¿desea el señor tomar alguna copita de parte de la casa?”

Finalmente me pregunto y pregunto urbi et orbi: ¿es equitativo y razonable cobrar 36 euros por 8 gambas cocidas? ¿a cuántas pesetas sale cada gamba? ¿Quiénes somos, de dónde venimos y adónde vamos?