(foto Hajima Sawatari)
El amor es
una patología desesperada pero no grave, por ser normalmente de breve curso. Es
enfermedad de larga tradición literaria y con buena prensa, muy en boga desde
la eclosión del Romanticismo en el siglo XIX.
Se contrae
a través de los cinco sentidos y no tiene, al igual que el catarro común,
tratamiento específico sino sintomático: mucha cama, alimentación estimulante y
abundante agua y jabón.
No existe
vacunación eficaz puesto que en la estructura molecular de su agente transmisor
se pueden observar elementos víricos de pasión y sexo juntamente con otros
bacterianos que atacan al cerebro y estimulan el egocentrismo-patrimonial.
Los grupos
de población más expuestos a la infección amorosa son los adolescentes, los
cuarentañeros y los ancianos solitarios opulentos y acaudalados. Los brotes más
violentos de esta pandemia suelen observarse en primavera y en otoño,
coincidiendo con el regreso, al doméstico redil, del período vacacional
compartido con la habitual pareja y los retoños.
Salvo en
casos extremos descritos en cierta clase de literatura no científica, este
padecimiento se cura por el simple transcurso del tiempo. El amor patológico
desaparece por consunción y aburrimiento. Es decir, de muerte natural.
Cosa
distinta es que se asocien factores colaterales que compliquen el curso de la
enfermedad amorosa, como pueden ser el envenenamiento de un rival o esposo,
suicidios en pareja o colectivos o bien en períodos de grandes depresiones
bursátiles y financieras.
No se
conocen medidas eficaces de prevención. Dícese que los Estados capitalistas
están ensayando subidas de impuestos para las poblaciones de riesgo, encarecer
las hipotecas-basura o, incluso, encerrar preventivamente a los últimos
románticos, como servidor de ustedes, que escribo estas líneas desde mi celda
de un establecimiento frenopático.