Antes, cuando la infancia, pasé muchas tardes de domingo en la Casa de
Campo de Madrid. Me oreaba y desentristecía bajo la luz de la capa de cielo
velazqueño, frente a la silueta de la sierra madrileña.
En aquellos años, La Casa de Campo, que se abrió a la ciudadanía en la segunda República,
continuaba cerrada al público. Los gerifaltes del régimen de Franco decían que
quedaban sin explosionar bombas de mano y obuses y granadas y otros cohetes de
la guerra incivil; mientras tanto, la utilizaban para su recreo.
Era emocionante, aunque nunca encontramos espoletas ni detonantes. Las
trincheras de un frente de guerra son perfectas para jugar a la paz. Y a juegos
de amor.
Mis hermanos y yo, en domingos y fiestas de guardar, usufructuábamos tan
preciosa finca de fértiles tierras por invitación de los hijos de un ministro
de Franco, amigos nuestros por ser compañeros del colegio de EL Pilar. En tan
señalados días, después de comer, venía a buscarnos un inmenso Packard negro
matrícula PMM (Parque Móvil Ministerial).
Los hermanos disponibles por parte nuestra éramos dos chicos y una chica,
al igual que nuestros amigos. Mi tata se llamaba Sagrario y era de Ventas con Peña
Aguilera, provincia de Toledo. La de ellos se llamaba Sabina y no me acuerdo de
dónde era, pero tenía acento asturiano.
A guisa de correspondencia a la invitación, nosotros llevábamos merienda para
todos, chófer oficial incluido. Bocadillos de queso de bola y carne de
membrillo, o bollos suizos con mantequilla y jamón de york, más un plátano y
una onza de chocolate Matías López por barba.
Una tarde el ministro en persona me encaramó a horcajadas a su caballo a y me
preguntó si estaba cómodo. Yo tenía siete u ocho años y era muy leído. Quise
enfatizar mi bienestar y contesté que “incomodísimo”. Se acabó el paseo a
caballo, aquella tarde y todas las del resto de mi vida. Si me hubiera limitado
a contestar “muy cómodo”, igual termino de socio de un club hípico para pijos,
en vez de afiliado al Atlético de Madrid, equipo que por entonces ganaba
campeonatos de liga y todo.
Todavía conservo aquel carnet del Atleti, de piel granate y letras de purpurina
de Casio, y también los recuerdos del enorme Packard negro, del olor a jara, a
resina y a romero de los campos de sílice del Noroeste de Madrid y de mi yaya
Sagrario, que en gloria esté, igual que su novio, miliciano que nunca volvió
del exilio francés. Ella jamás tuvo ojos para otros hombres, pues siempre guardó
ausencia de su Emiliano.
Del colegio rememoro ahora el solar, el patio norte, el central y el
pabellón de ingreso. Y a D. Ramón, maestro de cocina y canaricultor de pro.
Casi todo quedó atrás, o no existe. Como los alcornocales, algarrobales y almecinos
de mi viejo parque de El Buen Retiro. Por no hablar de mis primeros amores de
aquí, del barrio. O del mar, tan lejano.
Sagrario era honesta y leal. Entregó su vida a nosotros y entre nosotros
murió. De ella aprendí que no siempre los vencedores llevan razón.
La foto de arriba es un fotograma de una película que rodé y protagonicé en la Casa de Campo. Se llamó "Un verano sin pájaros" y gozó de un cierto reconocimiento en el mundillo de los festivales de cine amateur formato super 8.