jueves, 19 de julio de 2012

Mi huerto inmediato



(el autor en la época en que transcurre este relato)

Del monte en la ladera
por mi mano plantado, tengo un huerto
que con la primavera,
de bella flor cubierto,
ya muestra en esperanza el fruto cierto

(Oda a la vida retirada. Fragmentos.
Fray Luis de León)

En el quinto año de la séptima década del pasado siglo determiné pasar el estío en compañía de nadie. Polvo, sudor y hierro, en el  seco erial de la meseta castellana. Terminaría así unos estudios universitarios que me tenían harto. Harto de tanta anormalidad artificial. Fue mi primer verano sin veraneo.

Mi otro propósito, genuino y no confeso, era el de labrar un huerto en el piso paterno, vacío durante la canícula.

El primer designio no requería sino de unas horas de estudio cada madrugada, a menudo sentado en el balcón, por si se levantaba la fresca, que no lo hacía ni con las claritas del día. Desde siempre, las madrugadas han sido para mí la parte final de la noche, nunca comienzo del día. Me gusta atar la luna con el sol.

El segundo empeño fue planificado meses antes con rigor y disciplina cisterciense. Consistía en convertir mi dormitorio, la habitación contigua y el cuarto de estudio que hacía mediana con ella, en un huertecito. Recogería sus frutos a finales de septiembre, antes de la vuelta de mi familia y otros animales.

Pero había más. Algo que constituye el nudo de esta historia. Quería que mi gran secreto, mi mayor tesoro, medrase un tiempo en mi suelo, en tierra propia.

El tesoro databa de mucho antes de Cristo, pues era contemporáneo de Buddha.

Un tío abuelo mío, por parte de madre, se había casado con una maharaní hindú, a quien llevó a vivir a Granada desde las lejanas orillas del río Jhalum en el valle de Cachemira.

No tuvieron hijos y sí un gran afecto por mí. Me contaban historias preciosas de la India, de los vedas y del budismo. Alguna vez me sentaron a meditar con ellos en el carmen que tenían por el Albaicín. Yo era un crío que gustaba del silencio y conseguía poner la mente tranquila y calma, lo que me procuraba paz y bien.

Una tarde de Corpus andaba yo con los maharajás en su Carmen granadino cuando se presentó el mecánico de casa para llevarme a no sé qué gaita familiar. Me disgusté mucho, pues los tíos me habían prometido contarme, a la puesta del sol, la historia del Buddha niño, cuando de muchacho todavía se llamaba Siddhartha Gautama.

Para consolarme, mi tío me tomó de la mano y me llevó a su torre‑estudio, clausurada siempre por una llave de plata que colgaba de su cuello y de un cordón trenzado con hilos de oro y seda magenta.



El torreón era un sueño. El sueño de mi vida. Servía de observatorio astronómico, de laboratorio de alquimia, de biblioteca de libros teúrgicos y de teosofía y también de recoleto fumadero de opio. Mi tío abrió mi mano derecha para cerrarla a poco sobre un cofrecillo anacarado.

Habló así:

- No te enfades por pequeños contratiempos. Tampoco por los grandes pesares. Tienes muchas vidas para ser feliz. Cuando crezcas, siembra esta semilla en tierra por ti bendita. ¡Ah y no olvides que primero debes ablandar el grano en agua caliente durante tres semanas, a contar desde la luna nueva de enero de cualquier año impar.

Pregunté:

- ¿Qué árbol será cuando fructifique?

Escuché su respuesta:

- Un árbol sagrado, pues es simiente del gran árbol de Bodhi, donde Gautama “El Despierto” tuvo su iluminación. Es el árbol de la ciencia.

Me dejé conducir por el chófer hasta la vana celebración familiar. Pero aquella tarde yo había aprendido de mi tía hindú un principio de incalculable valor espiritual. Me reveló que la tradición de su tierra favorece el abandono de la vida convencional al llegar a cierta edad, después de haber cumplido con los deberes de familia y de ciudadanía. Este sabio consejo no me fue arrebatado nunca.

jueves, 12 de julio de 2012

El espejo y tú


(foto Masao Yamamoto)

"El espejo no es nada sin ti"

Mark Strand

Si alguna tarde de estas me encuentro con el señor Strand me gustaría comentarle que algunas personas no son nada sin el espejo.


sábado, 7 de julio de 2012

Sevilla sin esperanza



Sevilla huele a jaca de señorito,
a muslos malvas de sevillanas de salón,
a nazarenos agrios de trasegar manzanilla,
a plato indigesto de rabo de toro manso,
a colorines de parra, zarcillos falsos de falso coral,
y a pan pringao en vino amargo.
A sequía, a isla inútil, a río muerto,
a aljibe de agua sucia, a cloaca de estiércol,
a beatas de nocturna adoración,
y a cirio de sebo de canónigo.
¡Antipática y marmórea!



(fotos tomadas  por el autor)