(el autor, cuando muchacho, en Granada)
Pienso a menudo en qué consistía la sensación de perpetuidad
ilimitada que impregnó mi infancia. Voy llegando a la conclusión de que ese
sentimiento que me embargaba nacía de los tres meses de veraneo, azules,
dorados, idénticos a sí mismos, sin cambio alguno. Unas veces en la Vega Alta
de Granada, otras en la Dehesa de Campoamor.
Como quiera que la ciudad, Madrid, cortaba esa plenitud de
mis largos y cálidos veraneos, siempre me he considerado ajeno al bullicio y a
las obligaciones ciudadanas.
No me gustaba, ni me gusta, Madrid.