viernes, 26 de septiembre de 2014

TEOREMA DE EVA



(fotos tomadas por el autor)


Uno de sus amantes se llamaba Sándor y el otro se llamaba como yo, porque era yo. El nombre de Sándor no se debía a que sus padres fueran imaginativos para la cosa de la nomenclatura, sino sencillamente a que eran húngaros.
Sándor y yo fuimos amantes de Eva allá por los años 90, no sé si simultánea o sucesivamente.
Tuve con ella una relación estrecha y breve. Estrecha porque su cama era small size y breve porque el incendio de nuestros corazones y cuerpos se extinguió en un invierno. Conocí a Eva en casa de unas amigas de vida alegre y el rayo que no cesa prendió en ambos la brasa de una pasión. Pero, como la memoria es traidora, también pudo suceder que me fuera presentada en una recepción que ofreció el Ayuntamiento de Madrid a un grupo de espeleólogos australianos y sin fronteras.


Cuando se acabó lo que me daba no volví a verla.

Andaba yo por entonces en otras liesons dangereux y ya se sabe que la mancha de una mora con otra verde se va. Me sumí una vida disgregada y cometí incontables insensateces, entre otras, con una seductora profesional fichada por falsificadora y estafadora.

Seguí mi camino y no volví a pensar, al menos en voz alta, en Eva. Quiso el destino que, cuando caí preso del vicio solitario de escribir, citara yo a Eva en uno de estos de mis relatos, en que procuro quedarme más bien corto que largo. La mano que mece mi lápiz me hizo poner nombre y apellido al personaje de Eva, así como su domicilio real en Madrid años 90, como atestiguan los huesitos de mis ronquidos.


El día 16 de octubre del año de la Rata recibo un correo electrificado de un amable señor llamado Sándor quien me cuenta que, hallándose en el trance de buscar en internet algo sobre un antiguo amor, se ha topado con mi blog. Al parecer Sándor conoció a Eva en 1986 en Buenos Aires. Tratóla allá y acá y perdió su estela en los años 90. Me pide ayuda para conocer sus coordenadas actuales. Respondí así:

“Amigo Sándor: no tengo ni idea qué pasó con Eva. No se nada de su vida.

¡Era preciosa!”

Sándor apostilló de esta manera mi mail con otro suyo:

“…y muy buena amiga. Muchas gracias de todas maneras”.

Sándor y la melatonina me removieron, durante un par de toledanas noches, el légamo de aquel estanque que yo creía más seco que el Mar de Aral. Creencia errónea, como todas las mías.

Tales posos aventan el perfume de Guerlain que ella usaba, después que Sándor dejara escrito en mi blog el 24 de octubre, a las 6:05 a.m.:

“Quisiera lanzar un grito de esperanza a una amiga de antes (pero siempre presente), Eva, citada en el texto «Los huesitos de mis ronquidos»: Evita, no tengo noticias tuyas desde hace 20 años, pero pienso en ti a menudo y espero que, dónde tu estés, seas feliz.

O si un día, por casualidad, caes sobre esta página: escríbeme por favor, porque te recuerdo y te extraño”.

A vuelta de electrón le digo a Sándor:

“Mil gracias por su bello y poético comentario dejado en mi blog. Palabras así me ayudan a escribir. Lamentablemente no sé nada de Eva. ¡Tan joven y tan bella!...”

Sándor me escribe el 28 de octubre contándome que marcha a Argentina pues aún no ha perdido por entero la esperanza de localizar a Eva. Y ello aún desconociendo si vive allá o, antes al contrario, en España. Tampoco conoce si casóse y ha cambiado de apellido. Sándor, que mal duerme como yo, al dormivela, me confiesa que todo el pasado le bulle por su cabeza
desde los rincones de su memoria.



A Sándor le gustaría saber desde y hasta cuándo conocí a Eva, qué tipo de relación me unía a ella y, en resumen, y nada más y nada menos, que cuál es mi pensamiento sobre ella. Añade Sándor, con gracejo y sabiduría, que me pregunta lo anterior consciente de que Eva tenía varias vidas. Bailarina, modelo, empresario y courtisanne.
El 12 de noviembre me animo y mando a Sándor este correíto:
“Comprendo muy bien lo de las fotos de Eva. Nada debe hacerse sin su permiso. Simplemente se me ocurrió que su retrato en mi blog podría ayudar a su localización. No tengo datos de ella. Creo que la conocí en 1994, en una recepción en el Ayuntamiento de Madrid. Me parece que se dedicaba a las relaciones públicas. Fuimos amigos íntimos durante aquel invierno. En fin, eso es todo.
P.D. Eva era bella e inteligente. Valiente y fuerte.”
Está claro que a Sándor le duele esa mujer en todo el cuerpo, creo yo. Y también lo es que su amor por ella está meneando el árbol de mis recuerdos.
Eva amaba las ostras y más si se trataba de las carnosas, que los franceses llaman spéciales, a ser posible de la casa Guillaume. Era una mujer libre, viviendo en un país como el nuestro en el que la querencia por la libertad es epidérmica. Pensaba yo que el mundo era lo suficientemente abierto como para admitir ya mayores dosis de licencias y desopresiones. Su flor era la nomeolvides. Su color el azul y su pelo a lo garçon.
Nunca antes había conocido a una mujer que durmiese con calcetines blancos de deporte.
Vivía la noche de la movida madrileña sin ser consciente de que eso iba a darse en llamar movida madrileña. Los fines de semana de aquel corto y cálido invierno me presentaba en su apartamento, de cuya puerta tenía yo un llavín, con una bandejita de bollería de Mallorca, repletita de torteles y croissants calenticos y envuelticos con su cordelillo blanco y la lazadita que dejan para llevarla colgandera de un dedo. Me gustaba su acento porteño tamizado por la meseta castellana. Bailaba el tango como ninguna.
Jamás se me ocurrió preguntarle por su vida nocherniega. Me bastaba con saber que los sábados y los domingos la tenía para mí solito. Me acompañaba, sin entusiasmo, a ver películas de arte y ensayo, que ella llamaba de parto y desmayo.


Aquel invierno andaba yo preparando una tesina sobre el valor alusivo de algunas categorías originales en la poética de tradición china. Me topé con un poemita, muy anterior a la era cristiana, que contaba que el poeta había encontrado a una bella mujer preciosa y blanca. El buen hombre exclamaba “¡yo la he encontrado! ¡ella me conviene!”.
Anteanoche me dio por evocar, no recuerdo si despierto o en brazos de Morfeo, que en algún lugar remoto y época pretérita creí reconocer, en foto de la jura de un gobierno argentino, a la mismísima Eva tomando posesión de la cartera de Planificación Familiar. No puedo prometerlo y no lo prometo, pero vive Dios que Eva era capaz de eso y mucho más.


No sé contar porqué murieron las matinés que dedicábamos a los juegos de cama. Es muy posible que no hubiera una declaración formal de ruptura de hostilidades sino que, simplemente, dejamos de vernos y sanseacabó. Dicho por corto y por derecho. El merequeté químico que habían organizado nuestros neurotransmisores, con la feniletilamina a la cabeza, extinguió el torbellino interno que nos tenía tontilocos. El méli-mélo de nuestros mezclados fluídos se transformó en compota de mirabeles y luego en nada.
Hoy día 20 de noviembre de este año de las ratas de sacristía, recibo de Sándor sentencia sin recurso:
“Encontré a Eva. Le conté que había conocido tu blog y nos acercamos a un cíber-café en el barrio de La Recoleta en Buenos Aires. Me dijo que tú, eras tú, pero que te llamas Carlos.
A mí me da igual. Nos vamos a casar el sábado que viene en el juzgado que queda en la calle Corrientes. ¡Y chau!”.

sábado, 6 de septiembre de 2014

MADRID GRIS








“Sin mi infancia y sus inviernos
me habría perdido esta primavera”.



Estabulado en el colegio





Nací el segundo día de un otoño del siglo pasado en la Maternidad de Santa Cristina, en la calle de O’Donnell de Madrid. Los vein­tiséis años siguientes viví en el domicilio familiar de Claudio Coello 38, 3º izquierda.

Mi madre me parió con dos defectos de fabricación, que me diferencian de la mayor parte de mis semejantes. El primero consiste en creer que todos los hombres somos iguales. O sea, que soy demócrata de nacimiento. Mi segunda deficiencia origi­nal es que soy del Atleti. Como mi padre y como mi hijo.

Conservo la foto de mi primer día de colegio y también la imagen de la comida que puso fin a preuniversitario. Entre ambas, nada más ni nada menos que parvulitos, párvulos, elemental, in­greso, los cuatro cursos del bachillerato elemental, más quinto y sexto de letras y el preu como remate. Invento estrenado por mí o por una promoción anterior. En él estudié a fondo el Polifemo y las Soledades. Y a Góngora todo, de la mano de los trabajos de Dámaso Alonso.

En mi llegada al colegio estoy acompañado de mi madre, con traje de chaqueta gris y velo negro, con su mano derecha rodeando el hombro de mi hermana Emilia, con coletas y boina del uniforme de las esclavas del Sagrado Corazón. La mano iz­quierda de mi madre aprieta la mía derecha y en la izquierda tengo una cartera de piel. Llevo pantalón corto, calcetín blanco, zapatos de cordones, jersey oscuro, corbata gris, o así parece, y camisa blanca. Figuro repeinado con raya al lado izquierdo. De­trás, mirando al fotógrafo, mi hermana María Angustias, vestida también con el uniforme de “las esclavitudes” como las llama mi señora, con una cinta al cuello y su medalla de “hija de María”.

Los cuatro hablamos con un sonriente padre Armentia, quien tiene en sus manos una suerte de diploma enrollado. A la izquierda del padre Armentia hay un marianista de los llamados “levitas” a quien no reconozco.

Cierro los ojos, doy un salto de once años, largos, larguísi­mos, y examino la foto de la comida de fin de preu. Veo a Rafael Spottorno, hasta no hace mucho secretario general de la Casa del Rey, con gafas de concha y su acné de siempre y a Julio Wais con su pelo peinado hacia atrás quizá pensando ya en África y sus misiones. Me veo a mí mismo, muy delgado y bien vestido, con un clavel en chaqueta de lino marfil. A mi lado Javier Temes con cara de montañés y más allá a Martín Amézola, conocido por “el rano”, pícaro venido a Madrid desde Vitoria, en sexto curso. Martín jugaba bien al fútbol, estilo Kubala.

Entre las dos fotos median once años de mi vida. De Claudio Coello 38 a Castelló 56, camino que recorría cuatro ve­ces al día ya que nunca fui mediopensionista y tenía el privilegio de comer en casa. No digo que se comiera mal en el Pilar, que fama tenía de lo contrario, gracias a Don Ramón, vasco de pro y canaricultor, sino que prefería volver a casa a mediodía antes que permanecer dos horas más en el colegio. So­bre todo porque muy pronto advertí que, para lo que aprendía, hubieran bastado tres o cuatro horas en jornada de mañana. Se perdía muchísimo tiempo en el colegio, como se pierde hoy en los despachos, en los ministerios, y en cualquier espacio en que se junten muchas personas. Siempre aprendí más yo solo, en la calle, leyendo, o pensando en las musarañas o en las Batuecas. Leo que Buzzati y Gracq propusieron la noción de que la espera es el eje de la vida. No lo creo. El eje de la vida es la idea de la pérdida de tiempo.

Cuando llegaba la época de la fruta de hueso, sobre todo albaricoques, guardaba los güitos para irlos frotando desde casa hasta el colegio de forma que, una vez conseguido desgastar la parte picuda del hueso, y después de sacar con unas pinzas la semilla, fabricaba un silbato que sonaba a todo menos a urbano.

En el colegio pasé once años de invierno y trámite sin saber que con la universidad llegaría la primavera. En cambio, sí sabía que había veranos y que éstos se llamaban Campoamor y Los Cipreses. Siempre fui estudiante de buenas notas, muchas veces de las llamadas “doradas”, porque tenían una orla o cenefa de purpurina que yo raspaba con una cuchilla de afeitar para guardar el dorado polvo en un frasco de cristal. Las notas lleva­ban sello de Don Andrés Pérez Asenjo o de Don Clemente Cerri­llo, directores de pequeños y de medianos, respectivamente.

Apenas si puedo traer a la memoria la figura de algunos profesores, pero sí al padre Sedano, al padre Miguel y a un levita de Burgos por nombre Don José. Recuerdo al “Vinti”, así llamado porque en su clase de matemáticas decía “vinticinco”, “vintiséis”, “vintisiete”... Recuerdo a Don Genaro, que nos explicaba francés con mal acento pero buena gramática y sintaxis, pues el método Perrier era espléndido. Me llevé bien con Don Antonio Apaolaza y gusté de sus explicaciones sobre historia del arte. Conforme avanzaban los cursos cada vez había menos marianistas y sí más seglares contratados.

Entre sobresalientes conseguí matrícula de honor en la reválida de cuarto, en la de sexto y en preu, con la nota más alta del distrito universitario de Madrid. No sé para qué quería tan buenas notas y menos aún por qué quise darme tanta prisa en la universidad y terminar Derecho en cuatro cursos. Mejor hubiera sido utilizar los cinco años de reglamento, agotando de manera natural la etapa más feliz de mi juventud, etapa que narraré, si lo hago, como cuento de primavera. Y ya se sabe que todas las cosas cambian con la primavera. Crecen en hermosura.

Este relato de niñez y adolescencia transcurre en unas pocas manzanas del barrio, las comprendidas entre la Castellana, Goya, General Mola y Lista. En la esquina de Claudio Coello y Goya, se situaba el Bazar de la Unión, frente por frente con La Casa de las Maletas. En la esquina de más arriba, Claudio Coello con Hermosilla, estaba el Teatro Infanta Beatriz y en el adoqui­nado se veían los raíles de un tranvía que ya no subía por Hermo­silla pero que continuaba “rielando” por Castellana.

La vaquería La Vegamiana estaba en Hermosilla 22 y la farmacia de Goya lindante con La Casa de Las Maletas era de una licenciada apellidada Bagazgoitia. Los patios de nuestro piso eran tres, con sus olores a berza y cocido, sus ruidos familiares a máquinas de coser Singer y el permanente soniquete de fondo de Radio Madrid y la copla española. También deambulan por mi cabeza las sombras de Avelino el fumista, de Valentín Bule, el electricista, de Pedrito el colchonero, de Manolito la Lastra, pedicuro de mi madre, y de otros curiosos personajes como Damián el carpintero. Tipos más propios de un Madrid galdosiano que del Madrid de hoy, remedo de nada. Manolito la Lastra y Juanito Matarín fueron los primeros homosexuales que vi en mi vida. Matarín se vistió de mujer en el curso de una fiesta de ma­yores celebrada en casa. Por lo visto había sido ayuda de cámara de un viejo aristócrata o príncipe ruso y terminó cosiendo muñe­cas criollas vestidas a lo Carmen Miranda.




Hoy ha muerto el pez más grande y viejo de mi acuario y ello me lleva a mi primer intento de tener uno. En el Madrid de 1950 no era fácil encontrar los elementos que conforman un espa­cio autosuficiente como es un acuario. No había tiendas dedica­das a ello puesto que el nivel de vida no lo permitía. Tracé un plan con Avelino el fumista, cuyo taller lindaba con el portal de Claudio Coello 38, según se mira de frente, a mano derecha. A mano izquierda había una panadería regentada por la “señá” Casilda. Avelino con gran cariño y mimo me hizo un acuario con cristales embutidos en armazón de hierro. Intenté criar peces de agua fría al no haber en Madrid peces tropicales. Conseguí unos ciprinos dorados y unas algas de las que flotaban en el estanque del Retiro, y también arena de río de una obra del barrio con un cartel que decía “Hay arena de miga”. Con todo ello organicé lo que debería haber sido un perfecto y viable espacio biológico.

El desastre acaeció por varias causas. La primera porque Avelino había ensamblado los cristales con masilla de la que se utilizaba para sellar ventanas, tóxica para peces y otros seres vivos. También influyó no contar con una pequeña bomba de oxígeno, por no hablar de filtros y otros elementos más sofistica­dos. Total, que fueron muriendo aquellos animalicos a pesar de que diariamente les cambiaba el agua. Aquí interviene el cloro como otro factor más de la tragedia ecológica. Y eso que en aque­llos años el agua del barrio del Salamanca era del río Lozoya y aún no se mezclaba con la del Canal de Isabel II.

Llegado aquí me pregunto por qué escribo. Releo en Kafka que un libro debe ser como hacha que rompe el mar de hielo que recubre nuestro corazón. Supongo que se refiere al corazón del lector. ¿Qué pasa con el del escribidor?

Si indago el motivo de escribir sobre mi infancia, viene en mi ayuda Rilke en sus “Cartas a un joven poeta”: "... Y aunque estuviera usted en una cárcel cuyas paredes no dejaran llegar a sus sentidos ninguno de los rumores del mundo, ¿no seguiría te­niendo siempre su infancia esa riqueza preciosa, regia, el tesoro de los recuerdos? Vuelva ahí su atención..."

Releo lo escrito sobre mis largos años en el Pilar, y medito sobre el carácter selectivo de los recuerdos. Me resulta difícil encontrar recuerdos felices o gratos del colegio y ello sin dejar de reconocer que, en aquellos años de opresión y de nacionalca­tolicismo, tenía probablemente mayor tolerancia y libertad que otros en que la burguesía madrileña criaba a sus alevines. En el Pilar “sólo” era obligatoria la misa un día a la semana, domingos y festivos aparte. Las clases de religión no eran apabullantes y tampoco las presiones en materia de confesión y de comunión. Tomo una cita de Eduardo Haro Tecglen a quien leo con gusto y de quien siempre aprendo algo. François Villon en ¡1431! escribió “Tant aime‑ton Dieu, qu’on fuit l’Église”. Hoy hubiera escrito “... qu’on fuit les Églises”.

También es verdad que yo era buen alumno y que mi natural sen­tido pragmático, hoy deteriorado, me hacía navegar a favor de la corriente, sin plantear problemas de calado. Pero el último re­ducto de mi pensar era mío. Inescrutable. “El pensamiento no delinque”, sobre todo si no se formula, añado yo. Durante los larguísimos años de cárcel colegial no padecí ni fui testigo de esa lacra llamada pederastia. No hace tanto tiempo un ex compañero me dijo que él sí.



El colegio tenía poco espacio para jugar y para el deporte. El recreo lo pasábamos encajonados en los patios de esas inmen­sas moles neogóticas que lo conforman. Algo más mayorcitos nos cruzaban, en fila de a dos, a la otra acera de Castelló para jugar en el “solar”. El solar era eso, un solar propiedad de los marianis­tas, situado enfrente de Castelló 56. Aquel terreno de juego era un pequeño y alargado campo de minifútbol. Divertimento aña­dido era la natural inclinación del terreno de norte a sur. Quiere decirse que era muy distinto el primero del segundo tiempo, se­gún hubiera correspondido el sorteo. En un caso jugabas cuesta arriba y en otro a favor de una pendiente muy pendiente. En el extremo sur del solar estaban los urinarios, pegados a un taller de meta­lurgia establecido en el mismo edificio que los Laboratorios TEBIB, edi­ficio que hoy está siendo reformado por Construcciones San Martín. En el norte había un cobertizo con columnas para jugar al frontón. El solar fue vendido por los marianistas para viviendas de nueva planta. Cero en conducta y cero en aplicación para los curas.


Claudio Coello 38, 3º izqda.




La calidez que no encontré en el colegio, probablemente porque los colegios no están pensados para ser cálidos sino para meter dentro de las estructuras de la sociedad a los chavales, sí se daba en nuestra casa, en el 3º izquierda de Claudio Coello 38. Era y es un edificio no de los más nobles del barrio de Salamanca. Supongo que data de primeros del siglo XX, con una arquitectura anodina, un portal sin mérito alguno y la estructura clásica concebida por el marqués de Salamanca. A saber, en mi barrio los inmuebles suelen tener una escalera prin­cipal, con su ascensor, que en nuestro caso era de Munart y Guitart, y otra escalera interior con un montacargas para dar acceso a pisos de segunda categoría que no tienen balcones a la calle sino al patio de manzana. Quiere decirse que era una espe­cie del up and down de los edificios ingleses, pero en horizontal. Las familias más ricas vivíamos en los pisos exteriores y las menos pudientes en los pisos interiores que, en el caso de Claudio Coello 38, eran muy luminosos, puesto que el patio de manzana es inmenso. Según fuera su orientación resultaban incluso más agradables por luz y silencio que los pisos exteriores de los seño­res más principales.

El marqués tenía una gran fortuna, que se jugó con variada suerte en diferentes aventuras empresariales. Fue Ministro de Hacienda, y de Justicia, con Isabel II. Pagó la deuda nacional con su propio dinero. Fundó los ferrocarriles españoles. Fichó para su palacio de Madrid, en el paseo de Recoletos, al cocinero del Zar de todas las Rusias. E instaló en él la primera bañera de agua corriente que hubo en Madrid.

Arriba cuento que en Claudio Coello 38 había dos ascensores, el principal y el montacargas de servicio. Con ambos tuve experiencias inquietantes y repetidas. Cuando subía yo solo, una vez apretado el botón del tercero, el “elevador” no obedecía la orden y seguía subiendo al cuarto, al quinto, y al sexto, en donde rebotaba en algún tope anclado en el techo. Entonces em­pezaba una caída que nunca era excesivamente rápida pero sí alarmantemente progresiva. Tenía tiempo para pensar si en esa ocasión el trom­pazo sería grave. Ensayé y perfeccioné una técnica que consistía en dar un salto de forma que anulase el porretazo contra los grandes muelles del armazón exterior del ascensor. También me hice diestro en la práctica de abrir las puertas interiores y exte­riores del ascensor y bajarme en marcha. Para ello era necesario pulso y cálculo, pues en el desalojo el artefacto volante había de coincidir exactamente a ras de un piso.

Estas aventuras “ascensoriles” no me han producido pesadillas con escalofríos y sudores y esas cosas que se leen en los libros. Cuando las recuerdo, tantísimos años después, me doy cuenta que me pude haber matado. Sencillamente.

En Claudio Coello la vida familiar era plácida. Como yo soy el sexto de los hermanos fui naturalmente educado por los mayores y, sobre todo, por la yaya Sagrario en quien mi madre, que bastante tenía con ir pariendo a todos sus hijos y con aguan­tar el carácter de mi padre, delegó nuestra educación. Tan es así que al nacer mi hermana Nita, que me sigue a mí en la escala, cuando en la clínica bajaron a la criatura del nido se apoderó de ella la yaya Sagrario y preguntó a mi madre, postrada en cama después de su octavo parto, más varios abortos espontáneos entremedias, si de la niña se iba a encargar la señora o ella “como siempre”. Mi madre se limitó a mirarla con ojos de dolorosa sin decir ni pío.

El sistema funcionaba porque el sueldo, que no podía ser grande para un funcionario del Estado como era mi padre, bas­taba para las necesidades de familia tan numerosa. No me olvido de lo que heredó mi madre ni de algunos negocios de mi padre. Incluso nos podíamos permitir el verdadero confort de una casa que es un buen servicio doméstico. En Claudio Coello, en sus épocas de esplendor, trabajaban hasta cuatro tatas internas y una asistenta que venía diariamente desde Lavapiés. Además se contaba con la ayuda de una modista y de distintos oficios que hacían que el hogar funcionase perfectamente. Las comidas y las cenas estaban bien equilibradas dietéticamente y siempre eran a horas fijas. El almuerzo a las 2 y media y la cena a las 9 y media, todo ello en nuestro cuarto de estar. Los críos comíamos en la mesa de los mayores, en el comedor principal, solamente los días de fiesta o cuando se celebraba algún cumpleaños. Nuestra casa se dividía, mediante una puerta de cristales situada en el vértice del pasillo, en dos mundos separados. Los niños no pasábamos la barrera de cristales sino con permiso y para saludar a las visitas, una vez acicalados a tal efecto.

La casa tenía buena calefacción, central y de carbón, como todavía quedan algunas en el barrio de Salamanca. Todas las habitaciones con radiador, salvo la mía. No encuentro ningún motivo especial para sentirme discriminado, simplemente me tocó aquélla, el cuarto del fondo (en “cul de sac” dirían los fran­ceses) al que se accedía por otro dormitorio. Para entrar y salir de mi cubil, compartido muchísimos años con mi hermano José Ignacio, era preciso e inevitable pasar por el que ocupaban Pepe Ramos y mi hermano Miguel.

Que mi cuartito tan pequeño no tuviera radiador no era grave puesto que el piso estaba suficientemente caldeado. En algunas noches frías de invierno mi madre entraba, cuando es­taba ya metido en la cama, con una palangana recu­bierta de porcelana. Vertía en ella dos o tres dedos de alcohol y prendía fuego. El efecto era mágico: en un minuto el cuarto se ponía a 35 grados, supongo yo que por poco tiempo. Suficiente para coger el sueño con los carrillos colorados del calorcillo.

El pediatra familiar era el doctor Federico Rodrigo Palomares. Se parecía a Humphrey Bogart y era un santo. Nos vacunaba en fila, como en la mili. Y nos decía a cada hermano el tiempo que podíamos bañarnos en el mar. A ojo de buen cubero.

El invierno es siempre gris y más en los grises años de la posguerra. A este propósito leo en Günter Grass que el valor básico en la vida es el gris. Dice Grass que los valores absolutos, el blanco y el negro, sólo existen en realidad como una abstrac­ción. Para Grass sólo existe el color gris y la literatura debe inda­gar entre los distintos tonos de gris y tratar de percibir en ellos, sus matices. Será así. O no. Un pintor checo llamado Lüpertz dice que al artista le influye mucho más la luz de su calle que su nación. Amén.



Vuelvo al oficio de escribir. Aunque se trate de escribir en el trabajo, esto es, informes, documentos, actas o cartas co­merciales, se requiere no sólo oficio sino también un cierto grado de inspiración. Estoy convencido de que hay días en que uno escribe mejor que otros las clásicas rutinas laborales. El poeta catalán y “maldito” Gabriel Ferrater sostenía que un poema debe tener la misma claridad que una carta comercial. Su idea de la escritura era absolutamente práctica. Decía algo así como que “uno escribe un poema cuando una chica te ha dejado” o que “uno escribe para agradar o para fastidiar”. Esta idea de la escritura encaja con mi sexto sentido pragmático, que me lleva a no extremar las cosas. Añado dos rasgos más: soy autodidacta y no me gusta hacer lo que la mayoría de la gente. Ni seguir sus horarios, itine­rarios y menos sus opiniones. Hace tiempo que he prescindido de leer las páginas de opinión de los periódi­cos. ¿Para qué?


¡Atleeeeti!



Ahora quiero hablar un poco de algo que me unió a mi padre. Se trata de nuestro forofismo por el Atlético de Madrid, por el “Atleti”. Cuando yo era muy pequeño, seis años o siete como mucho, mi padre me empezó a llevar al fútbol todos los domingos por la tarde. Si digo todos es porque íbamos tanto a los partidos del Madrid, al que no califico de Real porque no lo me­rece, como a los del Atlético de Madrid. El primer partido que vi en mi vida fue en el viejo estadio de Chamartín entre el Plus Ultra y otro equipo que no recuerdo. Mi padre debió notar que aquello me interesaba, a diferencia de lo que ocurría con mi hermano José Ignacio, que en paz descanse, quien no era aficio­nado a practicar ni a ver el fútbol. Mi padre me hizo su compa­ñero de tardes de fútbol. Fuimos socios y abonados del Madrid y del Atlético de Madrid. Al cabo de unos años dejamos de serlo del Madrid, sencillamente porque nuestro sentido de la justicia no podía tolerar el permanente trato de favor al mal llamado Real Madrid.

Para ir a Chamartín andábamos toda la Castellana paseo arriba. En aquel tiempo, en los primeros años 50, aún había grandes espacios sin edificar, que eran auténticas huertas. Doy mi pala­bra de honor de que he visto cultivar lechugas en el paseo de la Castellana, así como he visto pasar rebaños de ovejas por la calle Claudio Coello, que tiene o tenía la calificación jurídica de servidumbre de paso de ganado (no sé si como cañada, cordel o vereda), todo ello desde los privilegios de la antigua Mesta.

Llegar al estadio Metropolitano, lamentablemente desapa­recido, era un poco más complicado, o más sencillo según se mire, porque habíamos de recurrir a unas camionetas, así llamadas, que nos dejaban al principio del paseo de la Reina Victoria, avenida agradable de descender a pie. Teníamos nuestro abono en tri­buna zona E fila 7, número 92 el mío. Mi padre tenía gran pasión por el Atleti hasta el punto de que, con el rodar del tiempo dejó de acudir al fútbol por no soportar la emoción. Yo me quité del fútbol hace más de 25 años y no soy capaz de ver un partido ni siquiera por televisión. Quede claro que el Madrid sigue siendo el club protegido por todos los gobiernos y regímenes. Si alguien desea una demostración sólo tiene que pensar en los miles de millones de pesetas que le han metido a ese club en el bolsillo forzando normas de rango legal. Señoras y señores ¡en una zona verde! el Madrid va a edificar cuatro inmensas torres que terminarán de estropear irremediablemente una zona de Madrid ya enorme­mente saturada.

A la vuelta del partido dominical, que entonces empezaba a las 3 y media de la tarde, mi padre me llevaba al Bar Brillante a tomar un bocadillo de calamares para luego pasar por alguna de las pastelerías que a él le gustaban, como Riesgo u otra que es­taba en la calle Fuencarral, cerca de donde vivían los Alva­rez‑Castellanos, y cuyo nombre no recuerdo y comprar allí bollos suizos, torteles y ensaimadas que llevábamos a casa para que la familia merendase en la mesa de camilla del cuarto de estar de los mayores con el brasero de cisco bien atizado con la badila de bronce y terminar de oír los resultados de la jornada en el carru­sel deportivo de Radio Madrid. La sintonía del carrusel era, si mal no recuerdo, la marcha Radestky.

Uno de los hermanos gemelos Álvarez‑Castellanos, amigos de mi padre, tenía un “haiga” Studebaker. Ese mismo, o el otro, me hizo una faena: se “chivó” a mi padre de que yo tenía una novieta de verano, de Cieza, Murcia. Uno se llamaba Manolo y otro Gonzalo. Los Álvarez‑Castellanos, no mi ligue. El jamón y los fiambres eran comprados por mi padre en la calle de Tudescos.



Apenas sí servidor tenía obligación de hacer deberes o tareas. Mi padre jamás me preguntó por ellos puesto que yo llevaba invaria­blemente buenas notas a casa, notas que él apenas sí veía. La costumbre de mi padre de no mencionar los resultados de mis distintas etapas escolares se mantuvo invariable incluso cuando obtuve el premio extraordinario de licenciatura. Ni un solo co­mentario oí de su boca.

De niños nos llevaban al Teatro Infanta Beatriz a ver las matinés de Cholín y Tuercebotas. Algunos domingos íbamos a sesiones dobles en los cines, hoy desaparecidos, llamados Príncipe Alfonso y Colón, ambos en la calle Génova. A veces usábamos el metro, línea Goya, Velázquez, Serrano, Colón, Alonso Martí­nez, Bilbao, San Bernardo, Argüelles. Cuando yo tenía cuatro o cinco años los hermanos que entonces llevaran la voz cantante decidieron ver la película sobre la vida del gran Caruso y que daban en el cine Carlos III. Notaron que yo me resistía y quisieron saber por qué. Expliqué que no me gustaban las películas de ópera. Mis hermanos se sorprendieron por juicio tan rotundo. Me preguntaron “pero... Manuel María, ¿tú sabes qué es la ópera?”. Yo les dije: “la ópera son negros que salen y cantan y bailan”. Es evidente que me estaba equivocando con el jazz. Hoy en día confieso que me gusta mucho más el jazz que la ópera. Los discos de baquelita que había en Claudio Coello, anteriores al vinilo, eran de zarzuela y de revistas musi­cales, sobre todo de Celia Gámez. Recuerdo “El Águila de Fuego”. De 33 revoluciones y long‑plays. Por allí andaba el mambo de Pérez Prado, el viejo trío Los Panchos y cosas así. El Trío Calaveras no se cansaba de cantar “Por el camino verdeeee…”

Manolo Madueño y yo fuimos muy aficionados a jugar a los bolos americanos. Con doce o trece años lo hacíamos en la bolera del Carlos III (hoy sala de fiestas) o en la del cine Bilbao. También en la del Benlliure. Después de jugar nos tomábamos en cualquier bar una cazuela de champiñones y otra de gambas al ajillo.
Hoy domingo no quiero escribir apenas. Unas líneas para quitarme el regusto amargo por la guerra que se viene encima. Ya decían los clásicos que cuando el arco se tensa la flecha se dis­para. Es evidente que Bush, connotado intelectual e ilustrado hombre de estado, tiene decidida la invasión de Iraq desde hace mucho tiempo. Sólo cabe esperar que la matanza sea la menor posible. Durante el ataque y en la posterior ocupación.


Pavos vivos con su harpillera


Para quitarme ese regusto vuelvo a evocar la amable ima­gen de Claudio Coello. Las Navidades eran gratas, a lo que con­tribuía la llegada desde Granada de vituallas que duraban más allá de las fiestas. Del cortijo de los abuelos en Martos, provincia de Jaén, provenían las alcuzas de aceite y de la finca de Granada los pavos vivos que llegaban en seras de esparto cosidas con har­pillera, de manera que los animales tenían la cabeza fuera. De­beré hacer un esfuerzo para recordar cómo se llamaba la agencia de transporte que estaba por Atocha. También arribaban orzas de barro con lomos de cerdo adobados enterrados en manteca del propio animal. Las monjas de Santa Clara y las de Chauchina nos enviaban ricos dulces de indubitado origen árabe. Los roscos de anís, los alfajores, los mantecados, los polvorones, los batatines, las yemas y otras golosinas no faltaban en nuestra mesa en los días de Navidad ni los mazapanes, alfandoques y turrones. Los pavos se “estabulaban” en uno de los patios de Claudio Coello, precisamente al que daban las cocinas y mi dormitorio.

Evito sofocos al improbable lector si aviso que he comprobado que harpillera se escribe con hache. Las monjas de Santa Clara eran y son las Clarisas capuchinas del Convento de San Antón de la calle Recogidas de Granada.

En la noche de Reyes de 1950 tuve una experiencia preternatural. La pared de mi cuarto se iluminó y me invadió una emoción profunda. Era una luz tan hermosa como un atardecer de otoño. La luz se convirtió en un bienestar absoluto para mí. Al final devino en calabaza. Me dormí lleno de paz y armonía.

Que mi dormitorio diera al patio de los pavos, lo que objetivamente podría interpretarse como una mala orientación, era, sin embargo, divertido para mí por varios motivos. De pe­queño porque me permitía oír su gorgoteo extraño y el canto de algún gallo que también venía de la finca. De madrugada me des­pertaban las aves y yo, niño urbano, soñaba con el campo y sus exuberantes veranos. De más mayor, porque me permitía curio­sear por la ventana las actividades de las cocinas y sus tatas.



Es­pecialmente las que trabajaban en la casa de los Durán, en el piso segundo, y que, quizás porque se decía que Don Florencio era un “mujeriego”, solían ser guapas y alegres. Una de ellas, malagueña y salerosa, me llevó algunas veces a un sotanillo oscuro que había en Goya llamado Los tres caballeros.
Gracias a ese patio de vecindad recibí una buena formación en la co­pla española que las radios difundían sin interrupción. La parte negativa eran las radionovelas, con guiones del escritor Guillermo Sautier Casaseca. Recuerdo “Lo que nunca muere” y “Ama Rosa” que duraban meses y meses, incluso años, interpretadas por el “elenco de artistas” de Radio Madrid. Por azares del destino un hijo del famosísimo autor fue amigo, años más tarde, de mi her­mano José Ignacio. Otro riesgo de los patios de mi casa era oír por obligación el consultorio de la Señorita Francis.

Hablando de radio recuerdo la importancia que tuvo en nuestras vidas un artista que vino de Argentina y que se llama, pues creo que vive aún, Pepe Iglesias el Zorro. Fue una auténtica revolución y cambió el sentido del humor de aquella generación. Nos quedábamos despiertos hasta la hora en que la emisora, creo que la inevitable Radio Madrid, daba su programa que comen­zaba invariablemente con una cancioncilla que decía, después de una introducción con silbidos: “Yo soy el zorro, zorro, zorrito, para mayores y pequeñitos, yo soy el zorro, señoras, señores, de mil amores, voy a empezar...”.


Personajes de sainete
















Hoy es un lunes de febrero de 2003. Hace un día frío y desapacible. Al salir del trabajo me he dado un paseo, a paso rápido, y he recordado una frase que hace mucho tiempo leí en Fernando Pessoa, el portugués que más influencia ha tenido en la literatura de su país en el siglo XX. Decía de sí mismo Pessoa que “lo que soy es un sueño que está triste”. Yo más que triste estoy harto. Una vez oí decir a una señora del pueblo soberano, en el mercado de la Paz, que “estoy hasta el c... de hacer mandaos”. Pues eso, que estoy harto de hacer “mandaos” desde hace la tira de años.
Excluyo los primeros seis años de libertad. Hasta que fui al colegio.
Pienso en algunas de las personas que conformaban el entorno humano de Claudio Coello. La señora Bibiana, con su toquilla de gruesa lana negra, era la pipera que nos suministraba semillas de girasol y golosinas en Goya, casi a la puerta del Metro, muy cerca del quiosco de la señora Emilia, infatigable trabaja­dora cuya hija se malcasó con un picador que no le dio buena vida pues le salió vago y bebedor. La señora Eulalia gobernaba la cacharrería de Claudio Coello. Buena gente.

Isabel la asistenta era un maravilloso ejemplar de Lava­piés, un verdadero arquetipo de madrileña castiza. Venía a diario a casa. Muy temprano ya estaba en sus faenas y se iba después de ayudar con la cena nuestra, la de los pequeños. Isabel era per­sona mayor, enjuta y menuda, con un rodete a manera de moño en su pelo cano. Pronunciaba unos dichos madrileños que me tenían impresionado: “Hijo, me has dejado sin una gota de sangre en el bolsillo”, me advirtió un día. Otro: “Manuel María, lleva cuidado que tu hermana te va a levantar la tapa del pecho de un golpe”. Eran comentarios al hilo de nuestros juegos en el pasillo de Claudio Coello, para nosotros verdadero estadio olímpico. Tan es así que en una ocasión, jugando al fútbol, de certero pe­lotazo arranqué de cuajo un teléfono negro de baquelita colgado de la pared. Tenía dos campanillas exteriores para que repicara bien el timbre y era de la Standard Electric. Una tarde hice una entrada a mi hermano pequeño estilo defensa del Madrid, con tan mala fortuna que al caer se partió un brazo y necesitó de una pequeña intervención quirúrgica y escayola.

Otro personaje del marco familiar era Isabel Ramírez Ramos, hermana de nuestra yaya, Sagrario, ambas de Ventas con Peña Aguilera, provincia de Toledo. Isabel Ramírez era soltera y servía a una familia en la calle del Conde de Aranda de nuestro barrio. Contaba confidencias graciosísimas de sus señores y de su señorito, que tenía un amigo piloto que traía piña tropical de Guinea. Era una verdadera fiesta la tarde que Isabel Ramírez venía a vernos con rodajas de piña fresca recién cortadas en­vueltas en papel de estraza. Hoy en día, siempre que puedo, sigo desayunando piña tropical fresca, que no de lata. Y papaya, “le­choza” en la dulce lengua de Venezuela. Que allá pronuncian “lechosa”.

Benita Hisado Ramos llegó a casa cuando yo tendría 9 ó 10 años para ocuparse de la cocina, puesto clave en la logística de un hogar de tantos hermanos. Si mal no recuerdo venía de trabajar en un bar restaurante de Plasencia, Cáceres, y el nivel gastronómico de Claudio Coello mejoró notablemente. Otra tata, ésta de Noblejas, Toledo, se llamaba Victoria y sirvió en casa de doncella. Era simpática y muy dispuesta, como suelen ser las gen­tes de la provincia “del bolo”. También nos ayudó en casa, y mu­cho, Manoli Gegúndez Abuin, una gallega tímida y dulce que fue antecesora de la fiel Mely. Por medio anduvieron Basilisa y otras.

Atrás cité a un señorito. He de decir, sin complejos, que en nuestra típica familia burguesa de los años cincuenta, era costumbre que las tatas tutearan a los críos hasta la edad de los doce años. Cumplida esa edad, el mismo día del aniversario, pa­saban a llamarnos de usted y de señoritos. Así llevé a cuestas semejante título hasta que, terminada la carrera y ocupándome ya de mi primer trabajo en un banco, fui “ascendido” a Don y en esas me hallo.

Viene a cuento decir que me molesta el tuteo universal que hoy se ha impuesto. El tratamiento de Ud. no distancia nece­sariamente. Se trata de respeto, de cortesía, de consideración, no de distancia y menos de sumisión. Ahora bien, entre personas de parecida edad, el tratamiento de Ud. debe ser recíproco. No me parece equitativo que el “superior” o el “rico” tutee a un em­pleado o a un “pobre” o “inferior”. O am­bos de tú o ambos de Ud. Tampoco me parece de recibo que una enfermera de 25 años tutee a un venerable anciano semidesnudo mientras le introduce un tubo exploratorio por el recto.



Escucho hoy un viejo disco de Alfredo Zitarrosa, el gran poeta uru­guayo. Anoto dos pequeños y tímidos versos de este cantante cuyos pasos seguí desde niño hasta su muerte en el año 89. En una de sus milongas el estribillo dice: “y otra vez vuelvo a buscar por el ayer lo que nunca volverá”.

Pienso si no es eso lo que estoy haciendo en los últimos tiempos al escribir cuentos de infancia y de niñez. También me ha susu­rrado Zitarrosa que “por esa misma cuesta marchó mi vida y mis años perdidos son mis heridas”.

La nostalgia, la añoranza, y la melancolía del ayer unidos a la llu­via que no deja de caer en este frío Madrid de un gélido mes de febrero, hacen que me vuelva hacia amarillos tiempos perdidos. En radio hispana FM, emisora hecha por y para inmigrantes su­damericanos, suena un bolero que dice “no me duele lo que perdí, sino lo que perderé”. ¡Qué optimismo!

Reanudo este cuento un martes de marzo de 2003. Nada he escrito en ocho jornadas. Justo desde que mi her­mano mayor ingresó en el hospital de la Princesa. En estas jornadas de preocupación y de familia he reflexionado sobre las clínicas de la Seguridad Social. El juicio global de esta experiencia con feliz final es favorable. A pesar de sus muchas imperfecciones, el sis­tema funciona. Sorprendentemente, añadiría. La circunstancia de que en una misma habitación convivan durante días enfermos de distinto origen y costumbres es enormemente aleccionadora. Los primeros días de estancia mi hermano tuvo como compañero de habitación a un hombre de cincuenta y tantos años con proble­mas cardíacos y quien hacía quince años había recibido un tras­plante de médula espinal. Su mujer, gorda oronda y sonriente, alimentaba al enfermo con callos a la madrileña y fabada astu­riana para comer y cenar, acompañados de oloroso chorizo. An­teayer fue ingresado un rumano, quien me contó que había tra­bajado de conductor de autobús en Bucarest. Había sufrido un infarto y el hombre pidió ayuda para que la enfermera entendiera que necesitaba algún analgésico para calmar el dolor de sus rodi­llas, dañadas por la postura y el frío de su viejo oficio. No sabe­mos a qué se dedica en Madrid. Le acompañan su mujer y sus hijos. Son personas educadas y afables. Supongo que pensarán que España es un país con una sanidad pública ejemplar.

Hoy es miércoles día 5 de marzo y escribo al filo de medianoche, después de un día agotador. El primogénito de la familia está mucho mejor y quiero rememorar cosas sueltas, que quizás tengan des­pués hilazón con el relato. Atrás hablé de la cultura radiofónica que se escuchaba por los patios de Claudio Coello. A ese propó­sito he oído o imaginado una frase preciosa: “Viejas radios rezon­gan canciones”.


Las tiendas del barrio



No quiero olvidar las tiendas favoritas de mi madre, siem­pre en el barrio. Zorrilla, Zornoza, Fémina, todas ellas en Se­rrano. También lo era la Lencería Ideal en Hermosilla número 12. Mi madre era atendida sentada en cómoda silla puesto que ir de compras era “echar la tarde”. A mamá le gustaba la tienda Mily, en Serrano. Su iglesia favorita era la del Cristo de la Salud de la calle de Ayala, cerca de Embassy. No iba, por contra, a los Car­melitas, también en Ayala pero más allá de Velázquez.

Cuando tocaba dentista nos llevaba al doctor Codina, en Castellana núm. 12, hombre sabio con espejuelos sobre la nariz que preparaba los empastes para nuestras caries infantiles en un mortero en el que molía una amalgama con plata y otros metales quizá pesados y tóxicos. En una muela me queda una muestra y han pasado una pila de años. Después del dentista era rito la me­rienda en Yago, donde yo pedía invariablemente un sándwich de jamón y queso, un batido de fresa y tortitas con nata y caramelo. En Castellana 12 vivían los Wais y Piñeyro.

Echo de menos a personajes como Vicente, el barman de Yago, pequeña y espléndida cafetería que estaba en Goya al otro lado del portal de la farmacia Bagazgoitia. O como los hermanos Pedro y Jesús, colchoneros, cuyos descendientes aún regentan igual comercio en el mismo local. Partidas de póquer interesantes jugué, ya casi adulto, en la trastienda de la colchonería. Tampoco olvido otros lugares, en este caso fuera del barrio, como la Sas­trería Espada en la calle Caballero de Gracia, donde Don Lucas, el sastre, nos cosía trajes desde pequeños, bien cortados y con buenos tejidos. En la misma calle de Caballero de Gracia, muy cerquita de la avenida de José Antonio, estaba la Casa del Niño, especializada en ropa de niñas, a donde acudían mis hermanas. No sé si me confundo con otro comercio que se llamaba El bebé inglés. De mayores se vestían en Cebra.

Se me escapaba una entrañable tienda en Serrano, donde hoy florecen los comercios más lujosos de Madrid, en competen­cia con los de la calle Lista. Me refiero a Gallinópolis, granja que vendía polluelos de gallina. Era precioso ver los criaderos con sus lámparas rojas que daban calor. Ni que decir tiene que nunca conseguimos llevar a Claudio Coello 38 un pollito. Ya sabéis, que­ridos lectores, lo de “mi familia y otros animales”. Los Torres no admiten en sus casas animales que les hagan la competencia. Yo tengo, por contra, una nueva perra. Es una teckel enana “noir et feu et poil ras”. Se llama Tao. Clarita y ella se llevan estupendamente
En dos semanas no he emborronado ni una cuartilla. La enfermedad del hermano, ya superada su fase crítica, nos ha tenido ocupados. Entremedias Lourdes y yo, con Clarita, hemos pasado un fin de semana en Francia, donde he comprobado que el chapapote del Prestige ha hecho cerrar las costas desde San Juan de Luz hasta el final de las Landas.

Es asombroso hacer cuenta de los errores de nuestro gobierno en el manejo de esa crisis.
Vuelve a mí la carencia y querencia de la yaya. Sagrario Ramírez Ra­mos estaba en Claudio Coello antes que yo llegara al mundo. Su presencia estoica de mujer entera llenó mi niñez. La yaya nos cui­daba con cariño y rigor fruto de una reciedumbre de espíritu más que de ningún estudio, que no tenía. A veces intentaba leernos noticias del periódico, supongo que del YA, el diario de la Edito­rial Católica al que estaba suscrito mi padre. El Marca se com­praba en el quiosco y por la noche se subía el Informaciones, diario de la tarde. Pero la única suscripción fija era al YA. Nunca el ABC. La yaya empezó un día la dificultosa lectura de la noticia de un crimen, sílaba a sílaba, moviendo mucho los labios, di­ciendo “embarcó en Ávila...”. Yo caí en la cuenta de que en Ávila no hay mar ni barcos, y que las metáforas no pegan en la sección de sucesos de un periódico. Debía tratarse de un pueblo, el co­nocido como Barco de Ávila. Así lo comprobé.

No hay manera humana de agradecer a la yaya lo que hizo por todos nosotros, hermanos y madre. Su novio Emiliano, primero y único, era miliciano y huyó por Perpiñán a Francia en el éxodo masivo que provocó la victoria del ejército nacional. A veces lloraba en silencio. No volvió a mirar a ningún otro hombre pues siempre le guardó ausencia. Su fidelidad al novio republicano, a mi madre y a Claudio Coello 38, donde murió, fue sencillamente estremece­dora y su recuerdo imborrable. Alguien dijo que “hay olvidos que queman y recuerdos que engrandecen”.

Tuve una pequeña y eléctrica ametralladora de juguete marca SEL‑MAC que, muy de niño, me proporcionó ratos diver­tidísimos matando indios desde mi posición de séptimo de caba­llería americano o disparando contra un fortín que construía con tacos de madera. Tuve también un reloj con marca de gene­ral espartano, pues en su esfera de esmalte ponía Leóntidas o Leónidas. Por azares del destino usé mucho tiempo un maravi­lloso reloj Jaeger Le Coultre, que mi hermano el cura, cuando se marchó al escolasticado de los marianistas en el país vasco, en un pueblecito llamado Elorrio, me regaló o prestó. Era un precioso reloj de cuerda manual con despertador incor­porado regalado a él por Antonio Tárraga, padrino de mi her­mana Nita y dueño de la Dehesa de Campoamor. Mi hermano se debió de tomar a pecho el voto de pobreza.



Los “papeles” dicen que Estados Unidos ha ensayado lo que llaman “la madre de todas las bombas”, que, sin ser nuclear, produce tanta mortandad como la de Hiroshima. En televisión muestran un colegio para niñas en Iraq. Niñas de ojos mesopotá­micos, ajenas a su riesgo de muerte. La preclara mente del señor Bush todavía no ha decidido el día del ataque, pero sí que habrá ataque. Inexorablemente. Contra razón y Derecho. Y agredir significa que mueran justos por pecadores. Si es que sabemos quiénes son los unos y los otros. Los “papeles” son, en Granada, los periódicos.


Si yaya viviera, seguro que estaría en contra de esta gue­rra, que no es tal, porque no hay dos ejércitos medianamente equiparables. Leo también, y añoro otra vez las entrañables lec­turas de la yaya, que el presidente de CajaSur, un sacerdote lla­mado Miguel Castillejo, investigado por la Fiscalía anticorrupción por irregularidades en su gestión, ha asegurado que luchará para que bajo ningún pretexto le quiten a la iglesia su caja, porque el Señor se ha querido valer de él para forjar ese “gran entramado autóctono”. La Codorniz, la llorada Codorniz, no lo habría hecho mejor. ¡Señor, Señor, qué cosas! que diría mi madre. Como no podía ser menos, ayer día 13 de marzo de 2003 el Madrid ganó malamente un partido en la copa de Europa. ¡Qué asco!

Releo a la caída del día, el primer cuarteto del soneto de amor más precioso y preciso de la lengua castellana. Lo escribió Lope de Vega hacia 1600 y dice así,

“Desmayarse, atreverse, estar furioso,
áspero, tierno, liberal, esquivo,
alentado, mortal, difunto, vivo,
leal, traidor, cobarde y animoso;”

Sábado día 15 de marzo. Gar­cía Márquez titula sus memorias, recién publicadas, “Vivir para contarla”. A mí me hubiese gustado más que las titulase “contar la vida para vivir” o “para seguir viviendo”. García Márquez dice en una nota introductoria “... que la vida no es la que uno vivió sino la que uno recuerda y cómo la recuerda precisamente para contarla”.

Me divierte, en el pausado desayuno de los días de no labor, leer que el filósofo Eugenio Trías ha escrito un libro autobiográfico en el que se pregunta si es una biografía o un libro de memorias, de sueños, de recuerdos o un libro de confesiones o un libro de meditación y reflexión o un relato o una narración o incluso una novela. No hago cábalas sobre la naturaleza de estas paginillas. Se miren por donde se miren, no son sino los recuerdos de mi niñez en Claudio Coello 38, escritos, con mirada infantil, por un anciano en potencia.


Barrio de Salamanca

El barrio de entonces era gris y triste y el colegio era triste y gris y los locales comerciales del barrio eran oscuros y grises y la iluminación de las calles era escasa y gris y no existían las tiendas lujosas de hoy sino carbonerías (“se vende antracita, hulla, lignito, turba y cisco para los braseros y leña para las cale­facciones”) cacharrerías, mercerías, quincallerías, verdulerías, cristalerías, panaderías o pastelerías. Hablando de pastelerías mi preferida era Hesperia, en Goya, regentada por dos damas de buen porte que me recordaban a la tía Ana María, casada con mi tío Vicente, hermano de mi padre, quien en su juventud fue no­vio de Isabel García Lorca, hermana del poeta, según ella misma cuenta en sus memorias, aparecidas estos días. La otra pastelería frecuentada por mí era Luanje, en la propia Claudio Coello. Me gustaban sus palmeras con mermelada gla­seada y sus bambas con nata así como los caramelos llamados Pez. En cambio Neguri, en Claudio Coello, siempre me pareció “exce­siva”. Su dueño, un “finolis”, se negó una vez a entregarme unas tartas capuchinas que había encargado mi madre. Me espetó en plena calle con voz atiplada que “mis capuchinas no se montan en un seiscientos”. Palabra.

En la pastelería Formentor, en Herma­nos Miralles casi esquina a Goya, compraba ensaimadas. La calle Hermanos Miralles se llama ahora General Díaz Porlier. Ni sé quién fue éste, ni quiénes aquellos.

En los años del hambre, el pan estaba racionado. “Donde falta el pan, sobran los decretos”. Mi padre traía una barra diaria que le daban en la Dirección General de Seguridad.

Claudio Coello era un hogar cálido que funcionaba bien. Era tranquilo y la vida en él y fuera de él previsible. La finca de Claudio Coello 38 pertenecía al dueño, al casero, apellidado Blanco quien tenía una fábrica de máscaras antigás en la provin­cia de Segovia. Cuando vio que, terminada la guerra, el negocio se extinguía planeó nada más ni nada menos que fabricar un coche, del que llegó a hacer un prototipo y cuya marca comercial iba a ser DAGSA. Recuerdo a Manolo el portero de Claudio Coello lijando con una lima de metal las letras para la carrocería de lo que sería el pri­mer coche DAGSA que, evidentemente, nunca circuló por las precarias carreteras de entonces.

En la casa de vecindad de Claudio Coello 38 nunca pa­saba nada estridente o al menos uno no se enteraba. Las familias eran siempre las mismas, todas en régimen de inquilinato. Nadie dejaba de pagar el alquiler, congelado por una ley que casi de­rrumba el barrio, ni siquiera las señoritas solteronas que regen­taban una pensión, me parece que en el quinto. O sea que en nuestro vecindario las familias discurrían sin venir a peor for­tuna, ni tampoco a mejor, puesto que nadie se mudaba de allí a pisos más lujosos en alquiler o propiedad. Lo del derrumbamiento lo digo porque los alquileres congelados no permitían a la propie­dad sufragar las más elementales obras de mantenimiento de los edificios.

Antier sábado 15 de marzo tuve tiempo de reconstruir despaciosamente en mi cabeza mi camino habitual desde Claudio Coello 38 hasta Castelló 56. Quedan algunas tiendas de aquella época. Así la de bolsos Vallina en Ayala 44, y otra llamada Fernando, plantas y flores, en Ayala esquina a Velázquez. Sé que siguen vivos Jurucha y Sakuskiya en la propia calle de Ayala. Han reabierto un restaurante en el sitio en que estaba el antiguo El Corrillo que sigue llamándose así pero que es de dueños y co­mida distintos. En mi repaso final entono un RIP por este falso Corrillo. Me duele que no estén ni el clásico Samuel, en Lagasca al lado de la platería González Aragoneses, con sus mí­ticas patatas a la brava, ni tampoco El Aguilucho en la esquina de Claudio Coello con Hermosilla, ni El Águila en Serrano ni tampoco más allá El Gran Corrillo. Ninguno de estos bares con historia está ya. Fueron lugares frecuentados por los niños “pijos” de Serrano. Tampoco están ya las renombradas mantequerías Germán Navas, en Lagasca esquina a Hermosilla, y no hace tanto que ha cerrado Peláez, todo un histórico en Lagasca 61. En él tuve ocasión de celebrar algún almuerzo “secreto” con el sindica­lista Justo Fernández cuando en los conflictivos convenios co­lectivos de los años 80 llegábamos a la conclusión de que había­mos de firmar la paz y dejar las huelgas para el año siguiente. Su dueño, hoy jubilado, se llamaba Luis y tenía un hermano en Vene­zuela, asunto que me dio para muchas conversaciones con él, pues yo había regresado ya a Madrid de mi etapa caraqueña.

Al pasar a limpio el relato, hago constar que Sakuskiya ha caído. Ahora se llama Fun & Basics. Los bolsos de Vallina muertos están hoy. Desaparecidos en el combate contra la postmodernidad.
Entre Jurucha y Sakuskiya queda, en Ayala 21, una tienda que no tiene nombre propio sino que su rótulo de cristal pintado reza simplemente “Artículos de limpieza. Perfumería”. Casi en­frente permanece una panadería y huevería que se llama Pollería Casa Mónica. Ya no está Maximino Pascual, ultramarinos y coloniales, aunque sí han sobrevivido en Ayala las Mantequerías Bravo, abacería fundada en 1931, cuyo actual dueño, heredero ya de tercera generación, estudió conmigo en el Pilar.

En Claudio Coello 48 murió el auténtico Gitanillos, bar de copas fundado por el torero Gitanillo de Triana. Con igual nom­bre hay ahora un café anodino que sigue perteneciendo a la fami­lia o herederos de aquel diestro taurino. Subsiste la Lencería Ideal en Hermosilla 12, si bien, por contra, ya no está el Pabú de Serrano 46 que era una buena juguetería y cuyo nombre, y caigo en ello ahora por primera vez, era la onomatopeya del sonido de la bocina de un camión.

Hablando de bares clásicos, Balmoral sigue vivo en la calle de Hermosilla camino de la Castellana, pasada la esquina de lo que fue la Papelería Muñagorri, antes de llegar al pasadizo del Carlos III. Balmoral tiene su historia puesto que, fundado en el año 54 ó 55, fue testigo de la incipiente “jet set” madrileña. Por allí bebieron Orson Wells, Ava Gadner, Luís Miguel Dominguín “et alii”. Incluso los mismísimos Beatles, que se alojaron en el Hotel Fénix, muy cerquita de Balmoral tomaron allí alguna copa. O eso dicen. En esta reedición del relato MADRID GRIS dejo constancia de la defunción de Balmoral, asesinado por la piqueta especulativa inmobiliaria.

Algo de aquello cuenta Angelito el barman, hoy jubilado, de Balmoral, en un libro que existe y yo hojeé y ojeé hace tiempo. Balmoral tuvo una época de decadencia y fue resucitado en una especie de operación de salvamento por un banquero, que no quería perder la sede de su tertulia habitual, bien caída la tarde. Allí también aperitiveaban a diario algunos capitostes del viejo Banesto y otras conocidas personas de la derecha madrileña. Cuando el golpe del 23‑F, en el sumario que instruyó la justicia, parece ser que apareció el nombre de Balmoral como lugar de contactos de la llamada trama civil del golpe. No me extrañaría nada.

En esa parte del barrio, en Serrano 21, vivían tía Victo­ria y tío Manolo, mis padrinos. “AMER Ventosa” el fotógrafo entonces de moda, tenía allí su estudio. En 1956 la policía los depositó en un tren, en la estación del Norte, rumbo a París. De allí viajaron a Sudamérica. El mini‑exilio se debió a los acontecimientos de la universidad, puesto que mi tío era Decano de la vieja facultad de Derecho en San Bernardo. El hombre se portó y no dejó que la Falange violara el fuero universitario. En aquel año encarcelaron en Carabanchel a Javier Pradera, Antonio Ron, Claudín y otros. Mi tío Manolo me trajo de América un Wiew‑Master, para ver en 3‑D fotos de celuloide. Me encantaría encontrarlo. Lo echo de menos. Pido a Antonio Moreno Torres que me regale el suyo, que estoy en la flor de la vida y no lo puedo ganar.

En los días de lluvia el colegio tenía por norma que no se saliera al patio para el recreo ni tampoco al terminar las clases para esperar, en mi caso, a la tata que venía a buscarme y que solía ser Isabel la asistenta. Nos obligaban a permanecer dentro del aula y eso me producía una gran tristeza. De este problema se liberaba uno a los nueve años, edad en que mis padres considera­ban que sus hijos tenían suficiente juicio para ir solos al colegio. Estuve convencido mucho antes de cumplir los nueve años de que yo ya tenía juicio. No había casi tráfico, los cruces de calles no eran peligrosos, Velázquez tenía un hermoso bulevar central y no supe que nadie raptase a ningún niño en aquellos tiempos. Tam­poco vi a ningún “sacamantecas”, salvo en el cine, en una película llamada “El Cebo”, que me dio mucho susto.
Se cogen puntos a las medias

Volviendo a los comercios de entonces y a su viejo estilo diré que era frecuente ver en las panaderías o en las cacharre­rías, en sus pequeños y oscuros escaparates, un cartel que re­zaba “Se cogen puntos a las medias”. Ello se hacía por manos femeninas en unas máquinas que se llamaban Vito y que daban lugar a un trabajo artesanal de muchísimo mérito e interés social. Efectivamente, las medias de cristal que usaban entonces las señoras no eran un artículo, como hoy, de usar y tirar, sino que habían de durar tiempo, no sólo por cuestión de precio sino tam­bién de disponibilidad. Quiero decir que las medias buenas eran de importación o de contrabando. O ambas cosas. Mi interés por las medias fe­meninas, y por su contenido, viene de antiguo y me acerca a Ber­langa. Como me acerca al mundo del cine en general las más de trescientas películas que vi en el curso de Preu. Dado que no había clase por las tardes asistía todos los días a uno, o dos, pro­gramas dobles. Hagan Uds. la cuenta.

Otro establecimiento de bebidas y coctelería muy típico en Serrano se llamó Xaüen, nombre de una ciudad del Marruecos antaño espa­ñol. Buena parte de las desgracias políticas españolas del siglo XX debe atribuirse a los generales africanistas, que fueron de victo­ria en victoria hasta la gran derrota final.

Diferencia notable entre las comunidades de vecinos de antaño y las de hogaño es que sus porteros, y así también ocurría en Claudio Coello 38, tenían vivienda en la finca. Ello, unido a la inexistencia o no aplicación de convenios colectivos y sus hora­rios de trabajo, aseguraba que el portero, ayudado por mujer e hijos, diera servicio permanente, que prestaba de uniforme con botones de latón en las horas principales, y con mono de tra­bajo el resto. En reciprocidad, obtenían buenas propinas si eran lo suficientemente habilidosos para desatascar una cañería o arreglar un enchufe o interruptor. Manolo nuestro portero era de esa estirpe de gente honesta y trabajadora y jugó un impor­tante papel en nuestra casa. Dejo para otra ocasión, o para que lo cuente Miguel hermano, las reuniones y juegos de cartas que se organizaban en el comedor de la portería, mientras yo jugaba al fútbol o a las chapas en el patio de servicio, por el que subía, al aire, el montacargas antediluviano que me hacía “luz de gas”. Simplemente diré que eran asiduos Javier Pradera, Clemente Auger, Manolito Fernández Bugallal, Arturo González, un tal Fernández Fábregas y otros. Todos ellos de una generación ante­rior a la mía. Como el propio Enrique Múgica, que también comparecía por allá.

Otra desemejanza del barrio de ayer con el de hoy es que los obreros que trabajaban en la construcción o reconstrucción de los edificios no hacían su almuerzo en bares o tascas sino que lo traían de su casa en tarteras de aluminio envueltas en serville­tas de cuadros rojos o azules atadas con nudos. Me imagino que el poder adquisitivo de los salarios de entonces no daba para el menú de las tascas, que eran más bien frecuentadas por los seño­ritos a la hora del aperitivo y los oficinistas a la del café. Los obreros almorzaban a la una de la tarde y si ésta era soleada y de calda temperatura, se tumbaban en la calle a dormitar una pe­queña siesta, posición muy adecuada para mirar y piropear a las señoras que pasaban por la calle, a veces con zapatos topolino y faldas de tubo. Se oían burradas, pero también requiebros inge­niosos. Por almohada usaban dos o tres ladrillos.


Domingo 16 de marzo del año de gracia de 2003. La guerra de Iraq seguramente ocurrirá la semana entrante, pues no parece que cuente mucho la repulsa de la gran mayoría de la humanidad. Ayer El País hablaba del hábito de colocar en los balcones sába­nas de paz contra la guerra en Iraq. La primera víctima colate­ral de la futura guerra es un hombre que en el barrio madrileño de Moncloa ha muerto tras caer a la puta calle cuando colocaba en su terraza una pancarta de protesta. La víctima tenía 50 años y le cabe el dudoso honor de ser el primer muerto de un ataque que aún no ha empezado pero que va a empezar. Eso de llamar a un fiambre “víctima colateral” en un horrible anglicismo al uso. En castellano colateral significa: “pariente que no lo es por línea recta”. Para eso está reu­nido hoy en las Islas Azores el trío de la bencina, título de una vieja película del cine español. ¡Vaya tres patas para un banco! También podrían ser el trío Calaveras. O los tres tenores. Peli­grosos mentecatos. Mentirosos profesionales. Mala gente.

¡Qué de recuerdos!


Reanudo ahora estas remembranzas sin encontrar lo que escribí ayer. Tampoco se pierde nada valioso. Cuenta me doy de que, poco a poco, desnatu­ralizo lo que iba a ser un relato de niñez y lo voy mezclando a salto de mata con una especie de diario de presente e, incluso, con reflexiones de futuro. Este futuro es inmediato en lo que a la guerra de Iraq se refiere. Total, que voy a terminar llamando a este pequeño engendro literario algo así como “Relato de antaño, diario de hogaño y otras inútiles reflexiones”. Aunque es posible que no lo titule de manera alguna. No es obligatorio, que sepa yo.

Cierro los ojos y recorro la calle Castelló abajo a partir de la puerta del colegio del Pilar. Cruzo Ayala por misma acera en que estuvieron los billares Castelló, que ya no existen. En el 46 vivía Juan Puebla y familia. Tampoco existen ya en lo que a mi vida se refiere. En la acera de enfrente, en el 45 de Castelló, sigue viva la estación de servicio Versalles, “lavado, engrase y garaje”. Sigo andando ahora por la acera de los impares y me encuentro vivo y coleando, en el 43, un palacete dedicado a estudio de ba­llet. Sorprende que sobreviva. Levanto la cabeza y veo al final de la calle Castelló, mirando hacia Alcalá y hacia el parque del Retiro, la torre de las Escuelas Aguirre, buen ejemplar del lla­mado neomudéjar madrileño. Caminando hacia Hermosilla doblo la calle en mi imaginación y veo que el Anón Cubano frutería en el número 50 de Hermosilla sigue abierto al igual que su contiguo café Yela Bar, que vi inaugurar de muy niño.

Más cerca de Velázquez, en Hermosilla 46, vivió unos años tío Vicente. Allí no murió pues los Torres Gutiérrez se habían trasladado a una casa nueva de funcionarios de Hacienda cons­truida por los alrededores del Eurobuilding‑1. Al seguir por Her­mosilla hacia Velázquez me topo en la esquina de Núñez de Bal­boa con la iglesia de la Embajada Británica of Saint Georges. Una vez mi hermano el clérigo me hizo una confidencia, ambos ya en la cincuentena. De pequeño, siendo alumno del Pilar, habían tirado alguna piedra contra esa capilla protestante, justamente por ser protestante. No le afeo nada porque yo también he tirado pie­dras por motivos absurdos o incluso sin motivo, que queda más ácrata y da más gusto.

Subo por Núñez de Balboa y compruebo que el número 50 es un bonito edificio que vi construir. Una placa de granito atestigua que lo hizo “Francisco Moreno López. 1950. Arquitecto”. El año 50 fue el año en que empecé el colegio. Evoco que durante mu­chísimos años fue portero titular de esa finca un hombre manco y con bigote, siempre vestido de librea. La casa sigue en pie y bien conservada pero no el portero. También vi levantar más arriba en la propia calle, en la esquina con Ayala y en la acera de enfrente, una casa que hace chaflán en redondo en cuya fachada se utilizó por primera vez el gresite, material que estuvo muy en boga y que a mí me gustó y me sigue gustando, aunque no sé si es bueno y resistente para las fachadas. Tiene su portal una especie de friso en piedra que representa a un león veneciano con la inscripción “Assicurazioni Generali” y el año de fundación de esta compañía en números romanos. Si subo por esa misma acera de Núñez de Balboa y cruzo Ayala, en esa esquina, que es el número 48, veo el edificio en que habité un año a mi regreso de Venezuela. Mi her­mana mayor reside más arriba, en otro número par de la propia Núñez de Balboa. Viví con ella varios años en ese agrada­ble edificio de Gutiérrez Soto, más conocido como “Pichichi”. Mi hijo que rompió a hablar con meses, llamaba a esta calle “Núñez de Barbados”. Sabía que existían tales islas caribeñas porque yo las había visitado.

Regreso a la calle Ayala para comprobar mentalmente que en el número 46 ya no está una especie de bar de copas de aire inglés que era frecuentado por la burguesía del barrio, inclu­yendo a las viejecitas que residen enfrente en un edificio “ad hoc” para ancianos hecho por los Carmelitas. Me acordaré más tarde del nombre de ese bar que tenía conciencia de clase. ¡Et voilà!: primero se llamó Mariscal. Después Gran Chambelán. Ahora TEI. Llego a Velázquez, giro a la izquierda y contemplo la fachada bonita de una de las buenas casas del barrio, en la que nació y vivió el hoy famoso Juan Abelló, esto es, en el número 48 de Ve­lázquez. Los Abelló, por su mucho caudal y por otras razones, tenían una fräulein. Hago otro esfuerzo y me enco­miendo a la memoria para reseñar que frente por frente de tal casa se encuentran la tienda Palao y el Hostal Don Diego, vivos ambos. Al revisar esta narración debo certificar la defunción de Palao.

En los impares de Velázquez aprecio como antigua la tienda de marcos y grabados Ruiz Vernacci, aunque no sé si se remonta a mi niñez. Si cruzo Hermosilla me encuentro con Friki, comercio de solera en el barrio, que ocupa un curioso edificio de una sola planta entre los números 37 y 39 de Velázquez. De ca­mino pienso que la familia Arias Salgado vivía en Hermosilla 31 en un edificio de porte noble, pero no quiero seguir por Hermosilla sino que prefiero bajar hasta Goya. Han edificado un hotel de nombre Adler en la esquina Velázquez/Goya, con el buen gusto de conservar fachada y estilo noble de aquella casa, en la que se ubicó la droguería donde compré mi primera maquinilla de afei­tar, de hoja de acero y marca Palmera. ¡Menudo destrozo me hice en mi carita serrana!

Levanto la cabeza y cruzo la calle de Goya para compro­bar que ya no está la tienda Alfa’s, que era de ropa y objetos de regalo y accesorios de mucha calidad. Donde ahora hay un banco, en la esquina anterior, estaban unas mantequerías de gran renombre y calidad de cuyo nombre no doy fe. Sigo por la acera donde estaba Alfa’s y veo una farmacia antigua y muy estricta por cierto en la administración de medicamentos sin receta, o incluso con receta, porque el titular debía ser pro‑vida. Muy cerca queda el Bar Goya, comercios ambos que sobreviven, aun­que la farmacia ha cambiado de nombre. Este Bar Goya, casi esquina a Lagasca, era el primero en abrir muy temprano de buena mañana. Advierto que al principio de Lagasca, donde se construyó en los 60 el Cine Richmond, hoy hay un horrible en­gendro para tomar copas, esto es, en el número 31. Sigo por Lagasca y compruebo que en el 35, ¡oh milagro!, siguen vivos los Talleres Apolo con un rótulo gracioso que pone “Baterías, esca­pes y amortiguadores”, pegando con una pequeñita zapatería llamada Rachel que gustaba a mi madre.

En esa misma acera de Lagasca, en el número 37, estaba la entrada a un colegio de niñas que hoy es un edificio en rehabili­tación por la Constructora San Martín, que está rehabilitando medio barrio de Salamanca. Yo tenía cierto cariño por aquel co­legio de monjas puesto que desde las ventanas del piso interior de mi amigo Antonio Ron en Claudio Coello 38, y también desde la azotea de toda la finca, veía trajinar a aquellas monjas de tocas de enorme vuelo, que colgaban la ropa en una azotea del gran patio de manzana. No me acuerdo de qué orden religiosa eran ni tampoco sé si se está rehaciendo el colegio o, como me temo, serán viviendas y oficinas y las monjas se irán con viento fresco a no se sabe dónde, si es que la orden sigue viva. Confirmado mi temor: son viviendas y oficinas.

Llego con mi imaginación hasta Hermosilla y doblo a la izquierda, paso por el número 22 donde vivían los Gómez de la Vega y llego hasta casi la esquina, donde había un bonito portal con jardín al fondo por el que se accedía a la entonces famosí­sima modista Asunción Bastida en el número 18 de Hermosilla. ¿Saben Uds. qué está pasando en aquella finca? Pues yo se lo cuento. Que Construcciones San Martín ha derribado el viejo edificio y ha hecho uno de planta nueva, aún sin terminar, que ocupa todo el solar en esquina de aquel viejo y bonito edificio. Ya terminado en la revisión de marzo del 2004. Los bajos comerciales están ocupados por Habitat y el ático tiene un aire futurista con formas redondeadas que no pegan mucho con el entorno. Digo yo.

Me dirijo con mi imaginación hacia el Teatro Infanta Beatriz y, compruebo, que en la puerta de entrada de los artistas no está la castañera que me ofrecía aquel sabroso y caliente presente en los otoños de entonces, lo cual no es raro porque si aquella cas­tañera tenía entonces 50 ó 60 años ahora tendría 110 ó 120 años, edad que no parece al alcance de una castañera nacida a princi­pios del siglo XX. Ya sabéis que el teatro es ahora un restaurante y bar llamado Teatriz, decorado por Philipe Stark.

En el “pabellón de ingreso” del colegio, que estaba encima de donde hoy hay una piscina subterránea, fui expulsado de clase, por primera y única vez en mi vida, por llamar a Antonio Gómez de la Vega “realísima mierda”. ¡Qué bonito insulto!

A sol puesto me doy cuenta que en esta especie de recor­datorio juegan dos fuerzas contradictorias, cosa tan acorde con la naturaleza. Por un lado me sorprendo hoy de que queden to­davía muchos vestigios del pasado dedicados a la misma activi­dad. Por otro lado hago balance de la cantidad de desaguisados que se han hecho en el barrio, la mayoría perpetrados en los años 60 y 70, malditos años en que el desarrollismo, el horterismo y la corrupción estuvieron a punto de aniquilar el barrio de Sala­manca para siempre. Afortunadamente no se consiguió del todo y quedan muchas casas antiguas ahora bien rehabilitadas y el ba­rrio sigue conservando cierta elegancia. Sin embargo se interca­lan horribles y anodinos edificios de oficinas con fachadas de cristal que no pueden ser nunca limpiadas porque los arquitectos no prevén cómo hacerlo. Además me fastidian los nuevos edifi­cios interpuestos porque rompen la estructura mental de mis recorridos por el barrio, ya que, al tener locales comerciales tam­bién nuevos, no siempre puedo reconocer qué había allí cuando cierro los ojos y sueño con aquella época..

Durante mis años venezolanos, antes de dormir, me gustaba recorrer el barrio a ciegas. Ahora recorro mentalmente la Caracas que viví. Ya se sabe, la maldición del emigrante. Ni aquí ni allí.

También quedan vivas las Bodegas Casar en Claudio Coello 60 en un bonito edificio que tiene una placa de la Socie­dad de Autores dedicada a Guillermo Fernández Shaw, quien vivió y murió en aquella casa entre los años 1883 y 1965. Las bodegas pertenecen a Dª Carmen Hurtado de Mendoza, vda. De Flores. Por afecto, nos tratamos de tía y sobrino. Enfrente, en el número 67 de Claudio Coello, hay un edificio de buen porte, de cuatro plantas, dedicado a consultas médicas y rayos X. En aquel edificio me examinaron de una enfermedad más bien imagina­ria, ya que no me consiguieron diagnosticar nada y estoy vivo, por ahora.

Por remate termino hoy recordando a viejas glorias de mi Atleti. Mi Atleti se acabó con el marqués de la Florida y con Don Vicente Calderón. También con Jorge Mendonça, con Pereira y Leiviña, con Ben Barek, con Carlsson, con Escudero, con Ramiro el brasileño. Se fue con Madinabeytia, con Marcel Domingo, con Griffa, con Glaría, con Ovejero, con Ufarte, con Gárate, con Miguel y con Collar, con el viejo mago Helenio Herrera y con tan­tas otras glorias que hicieron del Atlético de Madrid el mejor equipo de España, que ganaba los campeonatos de liga como el que lava. Del Atlético de Madrid de hoy sólo me interesan Luís Aragonés, el sabio de Hortaleza, el mono Burgos, hombre genial donde los haya y el niño Fernando Torres. Del resto del fútbol sólo me interesa que pierda el Madrid, cosa que rara vez ocurre por el favor arbitral de que goza. Ayer mismo ganó a un equipo sin ningún fuste con un gol injusto y con peor juego. Ese es el Madrid al que en España la izquierda, la derecha y el centro, en este régimen y en el anterior de la dictadura, considerarán siem­pre su equipo, el equipo del poder establecido. Todos juntos lloran hermanados cuando el Madrid hace una “gesta” con ayuda o sin ella. ¡Qué bonito!

Novedad: el presidente electo Sr. Rodríguez Zapatero ha declarado ser partidario del Barsa. ¡A ver si resulta que esto va en serio! De momento el Madrid lleva perdidos dos partidos importantes seguidos.

Sigue siendo domingo 16 de marzo del 2003 y me queda un rato antes de cenar que quiero aprovechar para seguir con esta tarea de escribir que me he impuesto, tarea que asumo con gusto pero sin conciencia clara de su finalidad. Leí que quien acaricia la piel de la persona amada está tocando el cielo. Y yo me pre­gunto: quien escribe ¿qué está tocando? ¿para qué y para quién escribe? Antonio Lobo Antunes dice hoy en Babelia que “cuando no escribo me siento muy culpable”. ¡Siempre asoma la culpa en quienes hemos recibido educación judeo‑cristiana!

Gran diferencia entre mi niñez y la de hoy es que nosotros llegábamos al colegio con seis años cumplidos y sin saber leer ni escribir. No habíamos visto televisión, que no existía, ni menos habíamos sido forzados a aprender idiomas de otros países o culturas. No existían los colegios maternales ni tampoco los kinders ni nada parecido. Creo recordar que las instituciones no admitían a los chavales sino con 6 años cumplidos. Así era en el del Pilar. Quiere ello decir que nuestra niñez era perfectamente libre de obligaciones, de aprendizajes, de estimulaciones preco­ces. No creo que ello comportara que los niños de entonces fué­semos más burros que los de hoy. Supongo simplemente que lle­gábamos al colegio con menos resabios, con menos horas de dis­ciplina encima y con muchas más horas y días y años de vivir el hogar y la calle.

También quiero decir que, dado que padres y madres no se dedicaban las veinticuatro horas del día a sus hijos, la influen­cia de las niñeras, nanis, nurses o como se quiera decir, era enorme. Me refiero a la burguesía acomodada, claro. En mi caso, insisto, tuve la gran suerte de tener a mi lado a una persona ínte­gra y de sólidos principios como era la yaya Sagrario. Me dan pena los niños de hoy. No puedo evitarlo. Criaturas que van con meses a guarderías, niños de dos años que son obligados a soportar horarios rigurosos ajenos a su hogar y que empiezan a aprender a leer y a escribir, en su lengua y en inglés, con métodos científica­mente concebidos para estimular un desarrollo artificial prema­turo. Lo anterior no casa con mi experiencia personal ni tampoco con la idea que tengo de la felicidad de un niño.

Hoy pongo mientes en los amigos del colegio. Los tuve y muy buenos. Manolo Madueño, Julio Wais Piñeyro, Rafael Spottorno, Trueba, Marcos y mucho más tarde Carlos March, Javier Temes, Martín Amézola y otros, fueron buenos amigos. Sin embargo, el tiempo, las obligaciones, el hecho de vivir en ciu­dades o en países diferentes o, más comúnmente hoy, en otros municipios como Pozuelo, Majadahonda, Aravaca, El Plantío, La Moraleja, etc., hacen que, salvo que coincidan intereses distintos de la amistad, los amigos del colegio hayamos perdido contacto. Tampoco asisto a comidas conmemorativas de mi promoción. Nunca me han llamado para festejo alguno, ni yo lo he procurado. No pertenezco a la asociación de antiguos alumnos. No me engaño, probablemente mejor sea así, pues no tendríamos nada que decirnos. Aparte de rememorar recuerdos desenfoca­dos.

Trueba vivía en Velázquez, en el portal de al lado de una conocida cafetería‑bar, que aún sigue existiendo, llamada Gregory’s. Madueño vivía en García Morato, enfrente del par­que de bomberos. Spottorno en Goya esquina justo a General Pardiñas. Siempre me pareció que Madueño vivía lejísimos. Balanzat, amigo de mi hermano José Ignacio, vivía un portal más arriba que nosotros. Los Pérez‑Mansilla, a la vuelta de Goya.

Cambio de tercio para referirme a una costumbre que Manolo Madueño, Trueba y yo teníamos los viernes por la tarde, cuando terminábamos el colegio, durante el curso de ingreso a bachillerato y los siguientes. Se trataba de, sobre todo en primavera, ir a la salida de las niñas de un colegio de monjas que había en Velázquez para esperar a tres de ellas cuyos nombres descono­cíamos y no supimos nunca. Las niñas nos gustaban, a cada uno la suya, y la actividad de los viernes consistía en seguirlas, desde la prudentísima distancia de la acera de enfrente, eso sí, hasta sus respectivas casas. Érase que se eran unas crías, de edades iguales a las nuestras, que salían con sus uniformes colegiales y sus carteras para marchar juntas en una ruta común hacia sus casas, cercanas entre sí. La “mía”, era ru­bia, con coletas y ojos azules muy claros. Hace pocos años la re­conocí, y ella a mí, aquí en el barrio, como no podía ser de otra manera. Iba con una hija ya mayor que llevaba un crío encima con toda la pinta de ser el nieto de la mujer a la que yo había seguido, cuando niña, en los años 50. Ignoro cómo se llama, cosa que por otra parte no tiene ya, ni hubiera tenido entonces, la menor im­portancia.

Hoy es San José día 19 de marzo de 2003 y en la tardecica tengo un rato para escribir. Proust, el maestro perseguidor de recuerdos, basó su inmensa obra en la idea de que el pasado persiste en el fondo de nuestra memoria subconsciente. Vivió obsesionado por la huida del tiempo que se va y por su implacable efecto destructor sobre las personas y sobre las cosas. Si releo las páginas que van que­dando atrás me doy cuenta que hablo de cosas, de lugares, y de personas que ya no existen, pero no comparto la tesis de que los verdaderos paraísos son los paraísos perdidos. Sin trascender de lo terrenal, pienso que hoy, en el presente, quedan paraísos que debemos explorar y disfrutar. Cosa distinta es que vuelva con gusto a la niñez, sin magnificarla y sin hacerla mejor de lo que fue. Ni peor.


El TBO y el TAO




Formó parte importante de mi infancia la costumbre de coleccionar cromos, que me gustaba mucho por lo que tenía de intercambio, de pequeño comercio en locales especializados y un poco recónditos, y de dificultad en encontrar el último cromo que completaba un álbum. Prefería los que versaban sobre cien­cias naturales, que fue siempre una de mis asignaturas favoritas. También me gustaba comprar los tebeos de hazañas bélicas y de Roberto Alcázar y Pedrín. Por supuesto que disfrutaba del TBO, publicación por excelencia que dio nombre a todo el gé­nero hoy llamado comic. Los domingos por la mañana, al salir de misa, mi padre nos compraba a cada uno su tebeo favorito y, con suerte, algunos sobres de la respectiva colección de cromos. Se producía una pequeña situación de incomodidad en el ascensor de cristales y banco de terciopelo de Claudio Coello, puesto que mi padre no comprendía que la impaciencia infantil nos aconse­jara abrir inmediatamente los sobres de cromos y hojear rápida­mente el tebeo, probablemente empezando por el final. Nos alec­cionaba sobre la conveniencia de hacer todo ello dentro de casa y con orden y tranquilidad. Que conste que yo sigo abriendo los sobres en el ascensor y que hojeo/ojeo el periódico de atrás hacia delante.

De mi padre recuerdo cuatro dichos y tres acertijos:

-“Vinieron los sarracenos y nos molieron a palos, que a veces ganan los malos cuando son más que los buenos”

- “Todo el que hace sport, es porque no hace nada”. Es muy gracioso y educativo. Revelador.

- “El agua de Mondariz será Mondáriz cuando la nariz sea náriz”

“El cura de Alcañiz a las narices le llama la nariz y el cura de Alcañices a la nariz le llama las narices, y así viven felices el cura de Alcañiz y el de Alcañices”
“Un carro de zorzales lleno hasta los varales a dos reales el par ¿cuánto vale cada zorzal?”

- “A real y medio la sardina y media ¿cuánto vale cada sardina?”

- “Si los de Lorca son lorquines, los de Baza... ¿qué serán?”. El acertijo induce a responder “bacines”. Según el Diccionario de la Real Academina Española “bacín” significa: “Recipiente de barro vidriado, alto y cilíndrico, que servía para recibir los excrementos del cuerpo humano”. El nacido en Baza se llama en verdad “baztetano”.


Tenía mi señor padre unos amigos a los que llamaba cariñosamente “mis gansters”. Martín Ortueta, Martín‑Mayor, los ya citados Álvarez‑Castellanos y otros. Se reunían en Dumbarton bar, creo. Y en Gaviria. Mi padre conocía al dueño de Riscal, el de las paellas y otros negocios menos santos.
A mi padre lo que de verdad le gustaba era hablar. Digo hablar, no escuchar. Famosas fueron las veladas de los sábados de invierno. Venían como invitados tío Manolo y tía Victoria, tío Vicente y tía Ana María, Don Gerardo Torres. Éstos con con­trato fijo. Aparecían también algunos eventuales. Después de cenar los hombres fumaban y jugaban a las cartas. Sus discusio­nes apasionadas retumbaban en todos los patios. Otros nombres ligados a mi padre eran, y cito sin orden ni concierto, los judíos sefarditas Samuel y Marcos Menkes, y los cristianos Martín‑Lagos, Paco Navarro, Paco Oña, el marqués de Camarines, el duque del Infantado, Don José Gómez‑Serrano (dueño de la fábrica de radios y televisiones INTER) y un catalán llamado Roca. El tal Roca se presentó un día en casa con una señora que quitaba el hipo. Lástima que no repitiera visita. También recuerdo oír citar con frecuencia a Pepe López Rubio, comediógrafo pariente de mi padre, y a madame Alice, la modista de mi madre, francesa “comme il faut”.

Pocos días antes de su muerte, mi padre recibió la extre­maunción. Terminado el rito sacramental, tuve ocasión de que­darme a solas con él en la habitación de la Clínica Nuestra Se­ñora del Mar, en donde murió. Le pregunté por su impresión al recibir los óleos y me dijo literalmente: “emotivo pero no grato”. Contundente y en buen castellano.




Lamento ahora no haber tenido ocasiones para haber charlado tranquilamente con mi padre de lo divino y de lo humano. En los años en que a él le tocó ser padre y a mí ser hijo las distancias eran tales que hacían prácticamente imposible una comunicación franca y de tu a tu. También echo de menos que no nos haya dejado escritas sus experiencias, por ejemplo de la guerra civil. Nunca quiso hablar de ella. Reciente­mente Carmen Laforet y Josefina Aldecoa han publicado re­membranzas de ciertas etapas de sus vidas, niñez incluida. ¡Qué suerte! Espero leerlas pronto, pero... igual me da pereza.

Todavía me afecta hoy hacer memoria de los juicios de intención que hizo “mon père” sobre mis propósitos en la vida, cuando le comuniqué que no deseaba preparar oposiciones. La conversación terminó abruptamente. ¡Lástima no conocer enton­ces el TAO! Hubiera procurado explicarle que “intentar contro­lar el futuro es como usurpar el lugar del maestro carpintero. Al usar sus herramientas, lo más probable es que te cortes la mano”.

Hoy, entre las lluvias de marzo, me gustaría estar con mi padre para, sin palabras, decirle que le quise mucho. Pasar con él una sobretarde en el zaguán de “Los Cipreses”. Sin habla ni parla.

Ya lo dijo el poeta japonés

“Con quien no habla
Cuanto tiene en mente
Paso una agradable velada”

CODA

Escribí este pequeño relato durante los meses de febrero y marzo de 2003. Su borrador durmió en una gaveta de mi escritorio hasta marzo siguiente de 2004. Unos días antes de los pavorosos acontecimientos del día 11 me decidí a ordenarlo y pasarlo a limpio. Termino hoy día 30.III.04, consciente de que me dejo en el tintero y en mi memoria cosas que contar. En otoño de 2008, repaso y meto la pluma a este cuento de invierno.
En Madrid, a 15 de marzo de 2004