domingo, 12 de octubre de 2014

¿Para qué escribes?


(autorretrato del autor)

Ayer conocí y charlé con una señora del barrio, simpática y de buen ver. Me dijo:

─ ¿Para qué escribes?

─ Me gusta, respondo yo.


─ Y...¿ganas mucho escribiendo? pregunta ella.


─ Nada. Más bien, pierdo... añado humildemente.


─ Entonces...¿escribes por ego?


─ Algo así, puede ser. Pero también es porque me gusta, simplemente.


─ Pues no lo entiendo, concluye la bella dama, madre de unas cuantas hijas a cual más guapa.



La señora del barrio y de buen ver es muy de derechas, muy del partido populista y también es muy divertida y ocurrente.

Al despedirme apostilla:

─ No entiendo por qué no eres de derechas...

Y se quedó tan pancha leyendo en su portátil mi viejo relato sobre la infancia que pasé en la vega granadina.


Quien se interese por leer mis andanzas de cuando muchacho puede pinchar en este enlace  http://cuentosencarneviva.blogspot.com.es/2008/06/granada-casera-de-los-cipreses.html


viernes, 10 de octubre de 2014

CHARLAS CON FIDEL CASTRO


Las horas contadas

PRIMER ENCUENTRO

Fidel Castro Ruz envió coche y escolta a buscarme para comparecer ante él. Eran las cuatro de la tarde de un jueves de agosto pasado.


Se trataba de charlar con el comandante en Jefe, oportunidad que me proporcionó el destino la noche en que conocí a Sergio del Valle, un histórico de la revolución cubana. Fue médico de la guerrilla en Sierra Maestra, en el oriente de Cuba y recibió el título de Héroe de la República. Ha muerto ha poco, semanas después de hacerme tremendo regalo.
El libro de la vida quiso que el invierno anterior, en un club de Caracas reservado para oficiales chavistas, conociera yo, tragos de ron por medio, a un compañero de Fidel. Sergio, ya mañaneando en la cima del Monte Ávila, va y me suelta:

− Mire compadre, usted como que me cayó bien. Me dicen mis curruñas bolivarianos que escribe no tan mal. ¿Es correcto eso de que usted es hombre de buenas letras? ¿Quiere conocer a nuestro Comandante en Jefe?
Sus palabras eran pura electricidad. Acepté sin pararme a pensar si se trataba de una morisqueta destilada entre los efluvios del licor o si la vaina iba en serio.


De vuelta en Madrid me llaman de la embajada de Cuba al número privado de mi celular, a fin de invitarme a cenar a la residencia del embajador. Dado que a nadie había facilitado mi teléfono, concluí que para eso están los poderes oscuros de los servicios secretos.


El embajador-funcionario, amable y reservón, me anunció que el doctor Castro me recibiría en La Habana los días jueves y viernes 23 y 24 de agosto.


Escribí de mi puño unas letras de agradecimiento para Sergio y traté de olvidar el asunto. Obedeció la corteza frontal de mi cerebro, sede del razonamiento crítico. Pero no así el llamado eje del terror arrellanado en el sistema límbico, en donde arden de fervor la amígdala y su corteza singular anterior. En los meses previos al encuentro habanero mis sueños y pesadillas nocturnas se poblaron de barbudos en Sierra Maestra, del Ché y su imaginería e incluso del glamour gansteril de Lucky Luciano y de Meyer Lansky en La Habana de cuando Fulgencio Batista. Una noche vi a Fidel embalsamado en vida. Me dio por sonambulear con Neruda, Asturias, Rulfo, Carpentier, Paz, Jorge Amado y ¡como no! con Gabo.


Con García Márquez no sólo hablé en estado narcótico sino también por teléfono. Actuó de alcahuete un viejo amigo casado con una bella dama con raíces y casa palacio en Cartagena de Indias.


Gabo me trató con deferencia y me obsequió con su caliente verbosidad caribeña. Aconsejome el maestro sobre la manera de bienllevarme con Fidel tanto en las formas, como en los fondos.


Pregunté al creador de Macondo:


− Maestro, ¿no se nos morirá el Comandante antes de la charladera agosteña?


− ¡No joda doctor, no lo quieran los dioses!, contestó Gabo.


Ignoro si el de Aracataca se refería a un posible carajal a la muerte de Fidel, o si era, simplemente, el deseo de un buen amigo del fundador del castrismo.


Mi parte zen me aconsejaba no prevenir en modo alguno mi visita a Fidel. Vivir el presente y, una vez en La Habana, dejarme guiar por lo que entonces fuera presente.


Los meses siguientes anduve atento al instante que transcurría cada instante, a las yemas que se abrieron en primavera y a la brisa que doblaba los árboles e inclinaba la mies. Intenté habitar en mi vida sin atribuir mi soledad a una conspiración del universo mundo contra mí.

De cuando en cuando recibía algún recado de la embajada cubana para confirmar extremos del viaje, que pagué con cargo a puntos Iberia plus. Reservé habitación en el Hotel Nacional de La Habana, el de más sabor que he conocido. Su suelo es igualico al de la casería de Los Cipreses de Granada. El misterio se desveló cuando la historiadora que me enseñó las tripas del edificio confirmó que toda su azulejería se fabricó en Granada allá por los años veinte.

Pasé unos días a cuerpo de virrey en el cuarto 804 del Nacional. Digo yo que en mi aposentamiento en su planta más noble y codiciada algo tendría que ver el “apparátchik” del partido comunista de Cuba. Sin descartar el efecto que pudo producir el billete de veinte euros que deslicé en la mano de Lisette, agraciada señorita recepcionista.

Embajada y consulado cubanos en Madrid me advertían con insistencia que allá no se admiten tarjetas de crédito emitidas por bancos USA, que el dólar norteamericano está castigado con un impuesto elevado y que no llevase celular con GPS incorporado ni ningún otro equipo de comunicación satelital, en palabras de la Aduana General de la República. No atendí esta última recomendación pues me acababa de comprar un chisme nuevo con cámara incorporada de cinco megas que, sin comerlo ni beberlo, resultó llevaba en sus entrañas un GPS.

Durante el vuelo a La Habana fui maquinando en mi caletre si declaraba la existencia de semejante artefacto, como exige la norma local, o, me hacía el longui y que fuera lo que Dios quisiera. Nada pasó, salvo la guasa del mismísimo Comandante en Jefe cuando le conté que sus servicios de aduanas y de inteligencia no habían olido que este menda llevaba encima un trasto con GPS. Fidel dijo:

− Ustedes los gallegos sí que son…

Cosas de la dictadura y del embargo, o bloqueo, o como se llame lo que el imperio, así motejado por Fidel, aplica a la isla desde los tiempos de Maricastaña. A los que mandan en Cuba los dedos se les antojan huéspedes y ven agentes secretos y mercenarios contratados por la “gusanera” de Miami hasta en la sopa. Tampoco es manco lo de Guantánamo y la fallida invasión de Bahía de Cochinos allá por el año 1961. ¡Y la crisis de los misiles de octubre de 1962! Por cierto que mi valedor Sergio del Valle estuvo en el puesto de mando, codo con codo con Fidel, en aquellos días en que el mundo estuvo en un tris de irse al carajo.

La gran limousine negra me depositó en una hermosa quinta rodeada de un par de hectáreas con caobos y ceibones de alto copete. Soy incapaz de situar la mansión de Fidel y de estimar la distancia recorrida en nuestro trayecto. Ni siquiera aseguro que no me llevaran al estilo taxista, o sea, dando vueltas para alargar el camino y despistar al pasajero. Tampoco ayudaban los cristales tintados del cochazo y las cortinillas que me protegían de cualquier curioso y me impedían ver tres en un burro.

A la puerta me esperaba un ayudante militar color café con leche. La piel del oficial, no el uniforme, que era verde oliva. Tendí mi mano, que estrechó no sin antes cuadrarse reglamentariamente. Cruzamos porche y vestíbulo coloniales y accedimos, por una puerta disimulada en un trampantojo, a un corredor, que daba a otro corredor y luego a otro más, todos ellos forrados de caoba de la buena, no de la africana. En menos tiempo del que se tarda en llegar a las puertas letra K de la nueva terminal del aeropuerto de Barajas, estábamos en el antedespacho de otro antedespacho que, este sí, lindaba con el despacho del jefe.

Otro oficial, de mayor rango pero igual de bien plantado, me indicó amablemente que aguardara unos minutos a que el Comandante terminase de despachar no se qué vaina. Una mucama me sirvió con obsequiosidad un cafecito y un agua mineral sin gas. Concretamente Aqua Panna.
Muebles de época y Fortunys, Sorollas, Plas, Rusiñoles, Casas y esas cosas mediterráneas y luminosas colgaban de las paredes.

Siete minutos más tarde apareció un señor vestido de paisano que con suavidad vaticana me refrescó los términos convenidos para las entrevistas. Agradecí el recordatorio y también la confianza que demostraron al no cachearme. No pasé bajo ningún arco detector de metales. El paisano me explicó que el Comandante en Jefe había optado por recibirme en sus habitaciones privadas. A tal fin nos encaminamos a la otra punta de la mansión.

− Como ya usted sabe el Comandante continúa, satisfactoriamente eso sí, el proceso de recuperación de su incidente de salud y prefiere atenderle en su salita de estar.

De pronto, al pasar la decimonona puerta, atmósfera, mobiliario y decoración cambiaron de aire. Estaba entrando en una especie de casa burguesa de los años treinta, arreglada con muebles modernistas de firma. Me enamoré de una cómoda de madera de alcanforero que era una belleza.
Sentado que estuve en un sillón art-decó apareció un ama de llaves que resultó llamarse Carmiña y ser de Ourense. Carmiña no había perdido ni un matiz de su cerrado acento y me dijo con gracia que el Dr. Castro estaba terminando de acicalarse. Ofreciome otro cafecito, que rehusé por la cuestión de la tensión arterial, que a esas alturas tenía ya disparatada por el subidón de adrenalina.



En cinco minutos se me apareció Fidel en color azul purísima, embutido en chándal y deportivas marca Adidas.

− Bienvenido a casa joven. Tiene usted buenos amigos.

Saludé con llaneza y parquedad al anciano, extremadamente delgado, pálido y débil, pero ciertamente con sus pupilas como carboncillos encendidos. El ochentón estaba avellanado, pero no andaba con la barba por el suelo.

− Pregunte lo que guste. Cuento con su discreción. Gabo dice que escribe usted en buen castellano de allá y que no es periodista, cosa que se agradece.

Reconocí al Comandante su deferencia y dejé claro que no pensaba tomar notas de nuestra charla y que si, más adelante, decidía escribir un relato, le haría llegar el texto antes de darlo a leer a persona alguna. Me interesé por su convalecencia.

− Pues mire usted gallego, voy mejorcito. He ganado peso y fuerza, pero mentiría si no le dijera que esta vaina dura más de lo que yo esperaba y conviene al pueblo cubano.

Me hubiera gustado preguntarle por la autoría de la decisión de operar sus hemorragias intestinales mediante una laparoscopia, en lugar de abrirle la barriga de cabo a rabo. Me abstuve de indagar a quien se le ocurrió llamar, para la segunda intervención, a cirujanos españoles. Elegí desflorar la charla demandando al Jefe sobre sus pensamientos al encontrarse, lúcido, ante la muerte. Fidel puso esos morritos que utiliza cuando quiere decir una pillería y soltó:

− ¡Carajo con el amigo de Gabo! No creerá usted, caballero, que un viejo marxista se va a asustar por estirar la pata una vez cumplido con su deber de buen revolucionario. Además, recuerde usted doctor que estudié con los jesuitas…

Tenía la opción de intentar sacarle punta a esta anfibológica frase, pero a ello renuncié para evitar que se le fuera la sinhueso y me soltara un rollo ortodoxo sobre el paraíso del proletariado y demás zarandajas. Preferí preguntarle por sus relaciones con la Iglesia.

− Verá usted amigo Torres, yo respeto cualquier creencia pero, como responsable político, me preocupa lo que está pasando en Estados Unidos. El imperio, que está derrotado moralmente, retrocede hacia la religión, de manos de los neoconservadores. Ya usted sabe que ahora mismito hay más telepredicadores en las cadenas americanas que nunca jamás. Los republicanos están jodiendo al planeta y ni siquiera saben cómo salir de Irak o de Afganistán lo antes posible y sin perder la cara. Las elecciones parlamentarias ya las han perdido y también perderán las presidenciales. Pero el mal está hecho. La influencia de los neocon. está dando alas por doquier a las fuerzas de la derecha para sostener que el estado estorba. Su alianza con los poderes religiosos intenta debilitar el racionalismo ilustrado. ¡Qué razón tenía san Carlos Marx cuando tildó a la religión de opio de los pueblos! Es el retorno de los brujos. Recomiendo a usted que lea el libro del mexicano Fernando Vallejo que se llama “La puta de Babilonia” o algo asina.

Dejé respirar al Comandante pues se estaba encendiendo por momentos, no fuera a darle un patatús antes de terminar yo con un trabajo que nadie me había impuesto y que no sabía muy bien en qué consistía.




Cambio el tercio y pregunto por Europa.

− Europa anda también medio jodida y no me refiero a Blair o al bajito del bigote, que ya están fuera del poder por sacar los pies de sus alforjas metiéndose donde nadie los llamaba, sino al meollo de la cuestión europea, que no es otro que el regreso del nacionalismo y sus utopías de identidad nacional. Mis servicios me han dicho que usted vivió en los años setenta en Venezuela, pero supongo que su cultura sigue siendo europea. ¿Usted cree que Europa va a parte alguna con las reivindicaciones nacionalistas del País Vasco, de Cataluña, de un puñado de belgas y con todo ese desafuero de los países del Este? ¿Qué jugueteo es la broma esa de los serbios y los albanokosovares? A los españoles se les llena la boca cuando hablan de la Santa Transición a la democracia. Pues yo le digo, joven, que los inventores del “café para todos” han jurungado bien a España, quizás por los siglos venideros. Para resolver dos problemas no hay que crear diecisiete. ¿Y qué piensa usted, doctor, de la Rusia actual de mi ex camarada Putin? Pasó de dirigir la KGB a mandar en una suerte de Estado fascista al servicio de las mafias. Dice Hobsbawm que Putin ha logrado que los gánsters obedezcan al estado ruso, pero creo yo que están a la recíproca. El viejo historiador hace ver que los fundamentalismos afectan a todas las religiones, incluyendo el giro del catolicismo con los últimos Papas, o el de las comunidades protestantes de Estados Unidos. La consigna es ahora evangelizar a políticos y poderosos.

El Comandante pulsó un timbre y entró Carmiña con un yogurt natural desnatado y unas galletas maríafontaneda para Fidel. A mí me acercó una bandeja cubierta con un albo mantelillo de hilo, bordado al estilo de Camariñas, en donde reposaba una tacita de un buenísimo café y la consabida botella de agua mineral sin gas. El vaso para el agua era, bajo apuesta, de esos de cristal soplado de Mallorca.

− Usted ya ve caballero, resulta que tengo que ganar diez kilos de peso, cuando toda la vida mis médicos me recomendaban adelgazar. Para ello me quité de la vaina del cigarro habano y del roncito añejo. A propósito de cosas agradables, recuérdeme mañana que diga a mi gente que envíen a su Rey unas cajas de Cohibas y algo de ron. Me resulta mucho más fácil entenderme con el Rey que con los presidentes de gobierno que han tenido allá desde que murió Franco. Dejo aparte a Felipe, que es un tronco legal aunque metiera a España en la OTAN y en toda esa vaina del Mercado Común.

Este menda no quería mirar su reloj. Fidel no lo cargaba en su muñeca. La medida de nuestro tiempo era dada por uno de pared, cuyo carrillón anunciaba los cuartos, las medias y las horas completas. Cuando sonaron las seis de la tarde, crucé los dedos confiando en que al Comandante se le hubiera ido el santo al cielo marxista.

− Mire doctor, aunque ya pasó la hora convenida, vamos a seguir la charladera un ratico más. Europa se equivoca alineándose con el imperialismo norteamericano. En USA empieza a oler como cuando la caída del imperio romano. A podrido.

Y ahí me tienen ustedes diciéndole al derrocador de Batista que, siendo evidente que a lo largo de la Historia unos imperios suceden a otros, la caída de los gigantes lleva su tiempecito. Unos cuatro siglos en el caso de Roma.

− Olvida usted joven, que la Historia se acelera, que la globalización económica si bien es ahora capitalista, puede servir de caballo de Troya para, mutatis mutandis, expandir una economía socialista, planificada y centralizada. Recuerde, estimado doctor, que USA es el país con mayor deuda exterior desde que el mundo es mundo. Y ¿sabe usted jovencito quiénes tienen la mayoría de los bonos del tesoro USA? Pues Japón y China y el acreedor tiene guindado por las bolas al deudor. ¡Así va el dólar!



¡Ahí quería yo ver al que bajó de Sierra Maestra luciendo los soles de primavera! Le hice notar, con la corrección que me caracteriza desde que fui domesticado socialmente, que el gobierno chino está empeñado, desde hace muchos años, en una operación de abrir la economía a una especie de capitalismo de mercado, si bien manteniendo un severo control del sistema político comunista. Terminé por insinuar la posibilidad de ensayar en Cuba algo parecido, evitando así el merequeté de la antigua URSS.

Para aliviar el peso de asuntos tan enjundiosos le conté al abuelo Fidel que, en la Navidad española, la demanda china de nuestras casi extinguidas angulas hace estragos en los precios. Los chinos están dispuestos a comprarlas pagando un Perú, para echarlas en sus arrozales, donde se comen un parásito. Así salvan sus cosechas, y luego, esas angulas van y crecen y se convierten en anguilas. Entonces los chinos se las venden a los japoneses y hacen un negocio redondo. Mi cuento chino-japonés, real como la vida misma, relajó a Castro, pero poco.

− Aparte de que espero ver como termina el experimento chino, nuestro caso es bien diferente porque tenemos encima la sombra de la bota imperialista yanki y la gusanera de Miami ya se está repartiendo el pastel de mi isla. ¿Desea usted que vuelvan al Hotel Nacional los clanes mafiosos norteamericanos para que reconstruyan los prostíbulos y casinos de juego de la época de Batista?

Expresé al Comandante mi deseo de que los cubanos prosperen y encuentren a buenas su vía de libertad y convivencia. Me abstuve de comentar que en La Habana de hoy no habrá prostíbulos como los de antes, pero sí turismo sexual. Que está penado por una ley de dudoso cumplimiento. Porque lo que no puede ser, no puede ser y, además, es imposible. Pero sí le hablé de la sangría de la emigración clandestina cubana, que actualmente se hace en barquitos que tocan tierra en Isla Mujeres, México, y luego, un pié tras otro, hasta USA.

En la cabeza tenía lo que Leonardo Padura me había dicho antier, tras la niebla de un espléndido Partagás en Le Parisien, el cabaret del hotel. Lo que más le preocupaba es que los hijos de su generación se están yendo de Cuba; que se van los mejores, los más inteligentes y los más preparados. “Dicen que son los hijos del cansancio histórico”, me repetía Padura con tristeza.

− No puedo impedir que una cuerda de vagos y maleantes se vaya a conspirar a Miami. España exportó, en los años cincuenta y sesenta, seis millones de nacionales. A Suiza, a Alemania, a Francia, a nuestra América. Y qué le voy a contar del exilio que provocó su guerra civil, que nutrió de intelectuales a las mejores universidades de América del Norte, Centro y Sur. No olvide usted que en Cuba no existe ni un solo caso de explotación laboral infantil, y que toda nuestra población está escolarizada con un nivel de educación que ya quisieran los gringos para sí. Le recuerdo que en todo el mundo hay decenas de millones de niños que son inhumanamente explotados, a veces como trabajadores de multinacionales occidentales.

¡Coño, el Comandante me lo había puesto a huevo! Pero eran las seis y media y quizás me jugaba la cháchara de mañana tarde, si le hacía ver que en España hubo un golpe de estado contra el gobierno constitucional y luego una larga dictadura, de derechas eso sí. Hubiera tenido que explicarle que no pienso elegir entre Stalin y Hitler. Que la falta de libertades engendra pobreza y emigración. Que de pequeño me negaba a contestar a la capciosa pregunta de si quería más a papá o a mamá. Digo yo si el Comandante se habrá cerciorado de que Adidas no contrate niños tailandeses o malayos.

Cambio de tercio y pregunto por su hermano Raúl.

− Raúl se está portando como un buen revolucionario. Gobierna como tiene que gobernar, y yo estoy informado de cuanto debo conocer y mando cuanto debo mandar. Y le digo más: el año que viene me vuelvo a presentar a las elecciones de mi Cuba. De mil amores. ¡Yo sí como candela!

Obligado era quedar bien con mi amable y obcecado anfitrión de ochenta y muchos años y me salió del alma ofrecerle suspender nuestra charla hasta mañana. El viejo me miró como si yo fuera muy de casa.



− Abogado, que conste en acta que es usted quien levanta la reunión. Mañana le contaré una cosa bien sabrosa que no he revelado a nadie, ni siquiera a Raúl. Y menos a Oliver Stone o a Michael Moore. Pura Historia, y de la grande. Escuche amigo, quiero decir una última palabra sobre la emigración de los pobres para vender su mano de obra allá donde habitan los plutócratas. Por las claras diré que el colmo de los colmos es que ahora resulta que esa masa laboral que se desplaza se ha convertido en la piedra angular del crecimiento de la economía capitalista. Tome nota joven: la Western Union, la gran intermediaria gringa que monopoliza el negocio de las transferencias de las remesas de dinero de los emigrantes hacia sus familias y países de origen, tiene en todo el mundo cinco veces más sucursales que MacDonald’s, Starbucks, Burger King y Wal-Mart juntas. Los emigrantes, explotados vilmente hasta las cachas, envían a sus casas, todo ajuntado, más del triple del dinero total que los países ricos dedican a la mal llamada ayuda exterior.



El Comandante me tocó en el antebrazo con la clásica e higiénica palmadita caribeña y me aconsejó que subiera de atardecida al castillo de San Carlos a contemplar la ceremonia que rememora el cambio de guardia de cuando reinaba Carolo.



Salí del casoplón por otros vericuetos y corredores y patios distintos de los que recorrí a la entrada, fuera por cuestiones de seguridad o de comodidad de los ayudantes civiles y militares que me acompañaban. Chófer y escolta me depositaron en el hotel. Me aticé una exquisita cena a base de pargo asado, salmonetes a la parrilla y un vino catalán que no era del Priorato, pero que se dejaba beber. Cenado me hube, me aposenté en un zaguán igualico al de mi llorada casería a escuchar la música en vivo del grupo Reflexión, cuyo bajista es un entusiasta de Móstoles. El ron de cada noche era un Portosanto de Baracoa elaborado en el 490 aniversario de la Ciudad Primada de Cuba.





Un día digo a una de las mulaticas que arreglaban las habitaciones, llamada Odalis, si puede ocuparse de la mía con cierta premura.


− ¡Cómo no mi vida! me contesta.


Como se pongan así estas chiquitas, ya de por sí un poco sateras, igual voy y me quedo en Cuba, me dije para mis adentros. ¡Ay yayayayay con Yleana, Yamil, Broselianda y Zulay!


Otra mañanita oí que las chicas cuchicheaban.


− Mira Roxana, ¿quién arregla hoy el cuarto de ese doctor tan limpico de la 804?


La encargada de la tienda de artesanía, mi prima Niurka Rojas, gastaba un habla melosa y precisa. Cuando compré una guayabera en su comercio, que en realidad no era suyo, sino del Estado cubano, habló de que no me veía como persona alcucera. Recordé que en Andalucía una alcuza es una aceitera. Aún hoy, por aquellas tierras y también por los campos extremeños se dice de alguien que es alcucero, no porque venda aceite en alcuzas, que de eso se encargan los carrefoures de turno, sino por ser persona cotilla o chismosa.


La doctora que lleva los servicios médicos del hotel me toma la tensión con mimo y después de regalarme veinte minuticos de charla. ¡Con razón me salía bien el examen cuasi diario! Me recomienda que no se me ocurra tomar agua mineral con gas. ¡No entiendo porqué ningún médico compatriota me ha advertido nunca de semejante cosa! Para irritaciones cutáneas me aconseja la doctora preparar una infusión con hojas de guayaba y con su torunda correspondiente secar la piel.


Me acuesto temprano. No estoy dispuesto a ver ningún canal de televisión en chino sea mandarín, tonquinés o de Nanking. Igual me da, que me da lo mismo.






SEGUNDO ENCUENTRO

A las cuatro en punto de la tarde siguiente, día viernes 24 de agosto, el gran coche negro me recogió en el hotel Nacional para llevarme de nuevo ante Fidel.

A pesar de que soy miope, astígmata y présbita; a pesar de los cristales tintados y de las cortinillas bien corridas; a pesar de que yo no cargaba GPS ni en mi celular ni en parte alguna de mi anatomía, advertí que andábamos por unos andurriales distintos a los de ayer. No me engañaba, pues me plantificaron en un caserón estilo realismo soviético, más feo que la tiña.

Abrevio el cuento y omito describir las horrorosas galerías y meandros que corrimos, de la mano de camaradas distintos a los de ayer. Hasta que me topé con Carmiña, que esta sí que era la misma, o su clon.

La de Ourense abre unas puertas correderas y héteme aquí que me encuentro en un gimnasio con instalaciones a tutiplén y de cara con el mismísimo Comandante en Jefe, que andaba el pobre sufriendo en una cinta de esas que inventó el maligno para no pasear por la calle, por donde va uno tan ricamente.

− ¿Cómo le fue doctor? ¿le incomoda a usted que charlemos mientras cumplo con las prescripciones facultativas?

Aseguré al doctor Castro que me parecía de perlas y agradecí de nuevo el tiempo que me donaba y la familiaridad de su trato. Me permití preguntarle si el edificio en que estábamos era una sede administrativa o, antes bien, otra residencia.

− ¿Usted sabe cuántas veces han intentado liquidarme los servicios secretos del imperio? Es mi deber tomar ciertas precauciones para evitarles ese gustazo a los lacayos del imperialismo. A mí no se me afrijola tan fácilmente.

Luego era verdad la leyenda de que Fidel nunca duerme seguido en la misma cama. No quise jugar a adivinar la cifra de veces que habían intentado darle matarile y procedí a indagar por su misteriosa promesa de ayer.





− Pues mire usted, amigo Torres, estoy puto de que los libros y las hemerotecas atribuyan el pacífico final que tuvo la crisis de los misiles a Kennedy y al camarada Nikita Jrushchov. Minimizan ante la Historia mi papel y eso me da mucho coraje. Yo estoy convencido de que fui el más consciente y paciente de nosotros tres. Tenía bien clarito que era mi deber preservar al planeta de lo que hubiera sido, sin ninguna duda, la tercera guerra mundial. Ya sé que usted es muy aplicado, pero le ruego que me escuche como si estuviera hablando de amor con Catherine Deneuve. Ahora sí que voy a platicar.

El Comandante se apeó de la cinta de caminar y me invitó a limonada de coco sin azúcar. Me tomó del bracete y me llevó a un rincón que tenía dos sillones fraileros.

− Kennedy estaba en serios aprietos pues le achuchaban los halcones del Pentágono y algún que otro consejero civil que se había vendido a los republicanos. Eso por un lado. Por el otro, el campesino Jrushchov era prácticamente rehén de algunos generales y mariscales del ejército ruso quienes, unidos al ala dura del partido comunista, estaban en vías de perpetrar un golpe de estado por considerar que el bolchevique del zapato en mano en la ONU era un blando. Y yo en medio de ambos, con mi pueblo padeciendo un calvario y cómplice, no del todo voluntario, de la instalación en mi isla de plataformas de lanzamiento de misiles con cabeza nuclear que alcanzaban una buena porción del territorio de USA. Incluso en mi partido comunista tenía yo mis problemillas con algunos mencheviques que me acusaban de ser poco menos que un aventurero putchista pequeño-burgués. Los muy cabrones habían colaborado con Batista y me querían dejar en la calle y sin llavín.

Intuí que era bueno dar un respiro al anciano que me miraba con los ojos que ponen los locos cuando están soltando una verdad como un puño. Para ello utilicé la treta de pedir más limonada y, de poder ser, galletas maríafontaneda, de las que ayer había merendado Fidel.

− Abra bien los oídos, joven. Ni McNamara, ni Gromiko, ni el hermano de Kennedy, ni menos mis embajadores tenían poder ni tiempo para conseguirme lo que logró la madre de Carmiña, que se llamaba Manoli y trabajaba para mí con la lealtad que ha heredado su hija.

No caí de culo gracias a que el sillón estilo remordimiento tenía un respaldo a prueba de saltos del padre prior. Entonces si que lamenté no llevar una grabadora encima, o cuando menos, tener a mano papel y lápiz.

− Mi fiel Manoli, que me veía mucho más preocupado que cuando me eché al monte para tumbar al carigordo comemierda de Batista, me dijo que el cocinero de la Casa Blanca era de su pueblo y que Kennedy le tenía en mucha estima.

Mi gozo en un pozo. Pensé que el Comandante estaba más loco que una cabra y que qué moños hacia yo charlando con él. Pero no había más cáscaras que mantener el tipo y obedecer al Comandante tratando de ver en él a la Deneuve que trabajó con don Luis Buñuel.

− Me faltó tiempo para decirle a Manoli que necesitaba hablar urgentísimamente con el presidente Kennedy, quien no debía atenderme en su despacho sino en un teléfono limpio de escuchas y sin otra presencia que la de su hermano Bob. Manoli tomó el encargo como si le hubiera pedido un caldo gallego para cenar y se fue sin decir oste ni moste.

Mi yo surrealista empezó a pensar que, bien mirado, lo que estaba oyendo era más divertido que si al Comandante le hubiera dado por decirme que tenía, en un arcón de su habitación, el otro brazo incorrupto de Santa Teresa y me aposté de muestra como perro perdiguero.




− Le dije a mi gente que, entretanto, me comunicaran a como diera lugar con Jrushchov y, traductores de por medio, le pedí al camarada veinticuatro horas sin un solo movimiento de sus tropas en las bases de mi territorio. Y que ningún navío soviético, de guerra o mercante, intentase romper el bloqueo naval de los norteamericanos. Recuerde usted, amigo Torres, que un proyectil soviético del tipo SAM acababa de derribar en suelo cubano a un avión espía U2 de las fuerzas aéreas USA. Para colmo de males el piloto resultó ser católico como los Kennedy y, además, parece que buena persona. Ya usted sabe que el lobby judío y los anglicanos, calvinistas, evangelistas y demás hierbas, estaban desesperados por echar a los católicos de la Casa Blanca, sí o sí.

Me vino a las mientes que este cuento gallego caribeño era mucho más majo que las cacas de novelas históricas que tantísimo éxito tienen en la actualidad. Y yo allí, en La Habana, sin poder ir al barbero y depositario único, a título universal, de la confesión de un viejo rojo, auténtico resistente al cambio climático y a cualquier terremoto ideológico. Puro pleistoceno.

− Jrushchov me asegura que haría todo lo humanamente posible para que sus guardianes respetaran una especie de tregua de veinticuatro horas y tiene la prudencia de no preguntarme de qué iba la vaina. Nada más colgar al del Kremlim, me advierte mi secretario que Manoli le manda decirme que en el teléfono de la cocina está el presidente Kennedy al aparato. Me zumbé como una liebre escaleras abajo y agarré como un poseso el teléfono que pendía de la ajedrezada pared de la cocina. Por cierto, que el teléfono era uno de esos de bakelita, fabricado por la ITT norteamericana y más prieto que un negro mandinga.

Palpo el bolsillo de mi chaqueta y me entra el canguelo al descubrir que he olvidado la pastilla para controlar la hipertensión. Tocaba tragarla a las cinco en punto. Me consuelo pensando que tampoco era una mala manera de palmarla, aunque mi cadáver terminase pasto de los tiburones que nadan bien cerquita del malecón, y que si moría en brazos de Fidel, a ver quién de los míos podía presumir de muerte tan descomedida.

− Total, que allá mismito voy y le digo a Kennedy, con mi inglés que entonces era bien bueno, que si conseguía aguantar 24 horas sin bombardear las plataformas de misiles y si abrían unos pasillos en el mar, yo le prometía que los soviéticos desmantelarían todas las rampas y se llevarían todos los cohetitos, con sus cabecitas nucleares, que pudiera haber en Cuba y que, francamente joven, le diré que nunca supe cuántos fueron, aunque se dijo que eran cuarenta y dos de alcance intermedio. ¿Tiene usted prisa? ¿Sabe usted que Kennedy me hablaba también desde un teléfono instalado en la cocina de la Casa Blanca?

El Comandante, mayor pero no lelo, se estaba dando cuenta de que un color se me iba y otro se me venía y se puso a jugar conmigo haciéndose el interesante, como si fuera necesario añadir intriga a la intriga y meter fuego al fuego.

− Para que no me regañe mi equipo médico habitual voy a abreviar. Encajaron todas las piezas, Jrushchov, que era hombre de paz y no como algún premio Nobel, cumplió su parte del trato y ordenó a sus dos hombres fieles destacados en La Habana que empezase el desmantelamiento. Para que vea que conservo la memoria le diré que se trataba del camarada Rashidov, entonces secretario del Partido en Uzbekistán y de mi amigo el mariscal Biryuzov, jefe de las Fuerzas Coheteriles Estratégicas de la URSS.

Fidel tomó un sorbito de su guarapo y mordió sin mucho interés una galletica.




− Los U2 de las fuerzas aéreas norteamericanas empezaron a comprobar que los rusos recogían los bártulos nucleares y se volvían para su tierra. Me contaron los nuestros que en una ocasión faltó un pelo para que chocaran navíos rusos y americanos, aunque supongo que de esto se enteraron por alguna emisora de radio, porque nosotros no teníamos ni barcos, ni aviones, ni nada de nada. En fin, que la crisis acabó sin una guerra mundial termonuclear y que evité la invasión de Cuba. Es cierto que hubo tensión entre nosotros y la URSS, pero nuestra alianza aguantó mal que bien hasta el final de la guerra fría.

Entendí que la revelación ya estaba completa y que era mejor no entrar en detalles porque la realidad supera al arte. Me limité a comentar que lo que no consiga un gallego no lo consigue nadie.

− Así es joven. Carmiña está convencida de que el Niño Jesús nació en Santiago de Compostela. Dice que los Reyes Magos de Oriente fueron guiados a tierra gallega por la famosa estrella y de ahí lo de Compostela, que es campo de estrella y no compóntelas como puedas, como pensaba yo. La buena de Manoli le metió en la cabeza a su hija que otra prueba irrefutable del nacimiento del Niño Dios en tierras gallegas es que su mote de Jesús “el Galileo” es una mala traducción del arameo. La versión buena es Jesús “el Galego”.

Al despedirme, Fidel me preguntó si todavía tendría tiempo de parlotear una tarde más antes de regresarme para España.

Ni que decir tiene que acepté. El jugo de lo que resultó ser larga propina, me lo reservo para futura ocasión, si es que ésta se presenta y yo sigo vivo, que hay mucho loco suelto.


COLETILLA

De regreso al Hotel Nacional practico la autocrítica y me lamento de no haber sido capaz de llevar al facundo de Fidel al huerto de sus gustos en materia de cine, literatura, gastronomía y otras cosas. De mujeres, por ejemplo. En mi confesión privada me absuelvo, ya que en nuestra plática ha pasado algo que merece la pena ser contado.

Más la jodía culpa no ceja y ahora me echo en cara no haber rebajado los humos al Comandante cuando se pavoneaba por el triunfo de la izquierda en América Latina. Lo cierto es que no encontré el modo y manera de meter baza y tratar de explicarle al barbas que allá hay tantas izquierdas como países. Ya se sabe que no tiene mucho que ver el color ni la estatura con las cosas del querer; y que la izquierda chavista de Venezuela, se parece como un huevo a una castaña a la de Bachelet en Chile. Ni ésta a la populista de los Kirchner en Argentina. En Colombia han inventado una cosa, el Polo Alternativo Democrático, que recoge desde la socialdemocracia clásica al comunismo irredento. En Perú Alan García lidera un partido de vieja estirpe izquierdista y está diciendo ahora a los peruanos que lo importante es cazar ratones. Rafael Correa en Ecuador es más nacionalista que izquierdista.

Frente al reformismo criollo se alzan los líderes de un indigenismo que se siente explotado tanto por los españoles de la conquista como por sus descendientes los criollos. Así el boliviano Evo Morales y el nicaragüense Daniel Ortega. Al guatemalteco Álvaro Colom y al costarricense Oscar Arias, no sé ni dónde ponerlos. Tabaré en Uruguay y Lula en Brasil parecen más bien izquierdistas de lo posible.

¡Para qué iba yo a amargar la tarde al Comandante dándole una lección que maldita la gracia le hubiera hecho! ¿Cuánto va que me hubiera mandado a hacer leches? Otrosí digo. En la práctica, ni en Venezuela, ni en Bolivia, ni en Ecuador, ni en Guatamela, sus gobiernos han traspasado los límites de un capitalismo de Estado. Lo que Castro llamaría, si fuera sincero y coherente, un “orden burgués”.

Lo que si comenté a mi ilustre confidente, fidelísimo leedor de novelas de espionaje, fue que Smiley, el personaje de John Le Carré, ya se quejaba en plena guerra fría de que habíamos renunciado a demasiadas libertades para ser libres y que ahora tenemos que recuperarlas.

Pero Fidel anda en su Babia de buen revolucionario heredero del buen salvaje y ve las cosas por tela de cedazo.



En La Habana a diciembre de 2007